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domingo, 19 de julio de 2009

TESTIMONIO SACERDOTAL

Mucho hemos escuchado de los escándalos sacerdotales y nos damos cuenta que los medios se ensañan con estas noticias y publican todo lo que encuentran y lo que no lo inventan. Pero cuando se trata de un testimonio de santidad entonces guardan un silencio sepulcral. De pronto de vuelven sordos y mudos. Es por eso que en este sitio queremos hacer un pequeño homenaje a todos aquellos santos, buenos y sacrificados sacerdotes que han vivido su ministerio en las situaciones más terribles y en ellas se han santificado.

El P. Anton Luli pasó 50 años de sacerdocio entre cárceles y persecuciones.

El propio P. Luli ofreció su testimonio, al comentar un misterio del Rosario, ante dos mil sacerdotes de todo el mundo reunidos ante la Virgen de Fátima en el I Encuentro mundial de sacerdotes, preparatorio del Jubileo 2000, celebrado en Fátima en 1996.

María, queridos hermanos sacerdotes, se convierte en "el espejo" de nuestra misión sacerdotal, modelo de cómo vivir nuestra vida sacerdotal, aún en los momentos de dificultad, también cuando la sombra de la cruz, de la prueba, de la soledad se extiende a ella.



Bendigo al Señor que a mí, su pobre y débil ministro, me ha dado la gracia de permanecerle fiel durante una vida prácticamente marcada por las cadenas. Solo su gracia podía hacer esto.


Soy Albanés y todos Ustedes saben que mi país apenas ha salido de las tinieblas de una dictadura comunista entre las más crueles e insensatas, que ha dirigido todo el odio contra todo aquello que podía, en cualquier modo, hablar de Dios. Muchos de mis hermanos en el sacerdocio murieron mártires: a mi al contrario me ha tocado vivir. Me arrestaron en 1947, después de un proceso falso e injusto: apenas había terminado mi formación. He vivido 17 años como prisionero y otros de trabajos forzados. Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años, cuando en el 1989 he podido celebrar la primera misa en medio a la gente. Humanamente hablando fui depredado del derecho de vivir.


Pero hoy, recorriendo con mi pensamiento mi propia existencia, me doy cuenta de que la misma ha sido un milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber podido soportar tanto sufrimiento, con una fuerza que no era la mía, conservando una serenidad que no podía tener otra fuente que el corazón de Dios.


Me han oprimido con toda clase de torturas: cuando me arrestaron la primera vez me hicieron permanecer 9 meses en un baño: me tenía que acurrucar por tierra encima de los excrementos endurecidos sin lograr jamás extenderme completamente, tan estrecho era el sitio. La Noche de Navidad de aquel primer mes, siempre en este lugar, me hicieron desvestir y me ataron con una cuerda a una viga, en modo tal que podía tocar el piso sólo con la punta de los pies. Hacía frío. Sentía el hielo que subía a lo largo de mi cuerpo: era como una muerte lenta. Cuando el hielo estaba para llegar al pecho grité como desesperado. Mis guardias corrieron, me golpearon y luego me tiraron al piso. Con mucha frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica: me metían dos alambres a los oídos: era una cosa horrible, horrenda. Por un período usaban amarrarme las manos y los pies con alambres, extendido por tierra en un local oscuro lleno de grandes ratas que me pasaban por encima sin que yo pudiera hacer nada. Llevo todavía en mis puños las cicatrices de los alambres que se me enterraban en la carne. Vivía con la tortura de permanentes interrogatorios, que eran siempre acompañados de violencia física: recordaba entonces la violencia sufrida por Jesús cuando era interrogado delante del Sumo Sacerdote.


Una vez me colocaron delante un papel y un estilógrafo y me dijeron: "Escribe una confesión de tus crímenes y si eres sincero podríamos hasta mandarte a casa. Para evitar golpes y bastonazos empecé a llenar alguna página con los nombres de los muertos o de los fusilados con los cuales nunca tuve nada que ver. Al final agregué: "Todo lo que he escrito no es verdadero, pero lo he escrito porque me obligaron. El oficial empezó la lectura con una sonrisa de satisfacción, seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones, me golpeó y blasfemando invitó los policías a llevarme fuera gritando: "Sabemos como hacer hablar esta carroña".

Cuando me hicieron salir de la prisión he tenido que trabajar como agricultor en una Hacienda del Estado: me pusieron a trabajar en la recuperación de los pantanos.. Era un trabajo fatigoso y con la poca alimentación que teníamos se nos reducía a gusanos humanos: cuando uno de nosotros caía le dejaban morir en los pantanos. Pero en aquel período lograba decir la misa, aunque de manera clandestina, solo desde el ofertorio hasta la comunión. Lograba procurarme un poco de vino y de hostias: pero no podía confiar en ninguno porque si me descubrían me habrían fusilado. Permanecí así con este trabajo por un periodo de once años.


El 30 de abril de 1979 me arrestaron por segunda vez, me llevaron a Scurati y me requisaron. No tenia más que el Rosario, un cortaplumas y el reloj. Después de la requisa abrieron una puerta y me tiraron dentro, a una celda. Sabía que me estaba dirigiendo hacia un nuevo calvario. Pero fue precisamente en aquella ocasión en la que tuve una experiencia extraordinaria, que me recuerda en cualquier modo la "transfiguración" de Jesús, en la cual Él tomó la fuerza mientras se daba inicio a su sufrimiento. Él subió a la montaña, yo me sentía al inicio como sepultado en lo profundo de la tierra. Pero al improviso la desconsolación cedió el puesto a una extraordinaria experiencia del Señor. Era como si Él estuviera allí presente, de frente a mi, y yo le pudiera hablar. Fue determinante para mi aquel momento porque iniciaron con las torturas y con un nuevo proceso. El 6 de noviembre de 1979 me condenaron a muerte por fusilación. La acusa: sabotaje, propaganda antigobernativa.... Pero, dos días después, la pena de muerte fue conmutada en 25 años de prisión.


Así ha transcurrido mi vida. Pero jamás he albergado en mi corazón, sentimientos de odio. Encontrando un día, después de la amnistía, a uno de mis torturadores sentí el impulso interior de saludarlo y lo besé. La formación de la Compañía me había acostumbrado a la idea de que la fidelidad a Jesús es lo más importante en la vida del Jesuita y que esa algunas veces debe pagarse a caro precio. También a precio de la misma vida.


Pero hoy, contemplando la gloria de María en el cielo, y pensando que también a nosotros se nos ofrece esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa que dirigirme a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, con las palabras de San Pablo: "Porque estimo que los sufrimientos del mundo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rom. 8,18). Contemplamos la gloria de María en el cielo, permanecemos fieles, en pie, con fuerza y dignidad cerca de la cruz de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz se presente en nuestra vida. Nosotros somos personas que nos entregamos al amor de Cristo. Quién nos podrá separar de este amor?. Este es el verdadero mensaje de mi experiencia de vida: en todos los momentos de sufrimiento y de dificultad "nosotros salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó" (Rom. 8,37).


Virgen María, Reina de los Angeles y de los Santos, Reina de los mártires, conocidos y desconocidos, ruega por nosotros, fortalécenos y permítenos llegar a Ti, en la plenitud de la vida y de la gloria que Jesús nos ha prometido. Amén.

2 comentarios:

  1. Que hermosa historia, de un gran amor y total fidelidad a Jesús. Tomemos ejemplo y sigamos a Jesús siempre.
    Paty

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  2. Gracias por tu comentario Paty, en verdad que vivir una vida sacerdotal como la del Padre Luli es un gran ejemplo, no cualquiera podría soportar lo que él soportó, pero ya goza del premio eterno y la libertad y el gozo en la presencia del Señor son su premio.

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