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lunes, 23 de noviembre de 2009

No hay fecundidad sin dolor


Continuamos con la Biografía de Madre María Inés Teresa Arias.

En cada capítulo crece el interés por su vida, toda impregnada por la presencia de Dios y de la Virgen de Guadalupe, sin embargo, todo es natural y sencillo, eso no quiere decir que esté libre de dificultades y sinsabores e incluso grandes dolores, pero por eso mismo nos invita a buscar el camino de la santidad a cada uno según su situación de vida.....



11.- Sé que no hay fecundidad sin dolor.



Ese pequeño grupo de religiosas se da prisa en transformar la quinta Jesús María, en un pequeño convento de cinco habitaciones; la mejor, por supuesto se convierte en la capilla donde en primer lugar destaca el altar de cedro labrado y un hermoso cuadro de la Santísima Virgen de Guadalupe, que les han obsequiado. ¡Cuánto disfrutan los primeros días, acomodando el sagrario, el cáliz, los floreros y los pocos muebles con que cuentan!


Para el domingo siguiente, el Padre Vicario General, José García celebra la primera misa para la bendición de la capilla. Su homilía resalta sobre todo, la importancia que representa para la Iglesia universal el surgimiento de una nueva fundación misionera. Una de las principales intenciones de esa primera celebración Eucarística, es dar gracias por la ilimitada generosidad de don José María y su esposa Lupita, hermana de la madre María Inés, pues sin su ayuda hubiera sido imposible continuar. ¡Qué ajenas estaban las religiosas de que, precisamente ese domingo, la familia Suárez vivía una de las tragedias más tristes de su matrimonio. Una de sus hijos, Luisito de tan sólo nueve años de edad, muere ahogado en una casa de campo. Una víctima más se coloca en los cimientos de esa nueva Obra.


Cuando la hermana María Inés hacía su primera adoración al Santísimo, poco después de la Misa, es interrumpida por una de las religiosas. Le comunican que su sobrino se encuentra gravemente enfermo; ella, al instante, presiente lo peor. Hacía tan sólo tres días que lo había visto y el niño estaba en perfecto estado de salud. ¡Una accidente! –supone aterrorizada-. Llama de inmediato a la casa de su hermana, y en persona, su cuñado le responde. ¿Qué ha sucedido José María? ¿Verdad que ya murió Luisito? Y él, con voz irreconocible le contesta que acaban de sepultarlo.



La primera reacción de María Inés es correr a la capilla a rezar un Te Deum por aquella enorme pérdida. Saturada de dolor le impreca al Señor, como lo había hecho en otro tiempo la propia Santa Teresa:… por eso tienes tan pocos amigos, ¿así es como pagas todo lo que han hecho por estas tus siervas? …pero que se haga, Señor, tu voluntad. Primero su hermana María, ahora aquel pequeñito, que a tan corta edad donaba sus “domingos” a las alcancías de los Hermanos Cristianos que trabajan para la Propagación de la fe; ese niño que preocupaba por llevarles fruta y pan a los hijos de los vaqueros. Su pequeño Luisito ha muerto.


La tragedia había sucedido de la forma más inesperada. En un paseo dominical, la familia se dirige a San José Purrúa. Dispuestos, padre e hijo, a nadar en una gran alberca, de pronto, don José María retrocede al darse cuenta de que trae puesto su reloj de pulso. Le pide a su hijo que espere unos minutos y corre hacia el interior de la casa para dejárselo a su esposa; cuando regresa, Luisito no se encuentra a la vista.


Como han transcurrido sólo unos cuantos minutos, revisa cuidadosamente a su alrededor, y por un momento, le viene a la mente la idea de un secuestro. La angustiada madre, a los llamados de su esposo no hace más que repetir: “Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”, mientras el padre, aún en traje de baño grita, lo nombra, y busca por todas partes.


Jamás pueden imaginar que un distraído trabajador de la hacienda, ignorando la presencia de los huéspedes, había quitado la compuerta de la inmensa alberca, para dejar salir el agua a una barranca. El niño, que por supuesto sabía nadar, se avienta al agua en el momento en que su padre se aleja, pero el remolina de la corriente que fluye con fuerza hacia la salida, lo arrastra de inmediato. Cuando el hombre se da cuenta de lo que pasa, coloca de nuevo la compuerta; pero ya es demasiado tarde. El cuerpecito inerte de Luisito va a quedar en el fondo de la barranca.


Don José María, al llegar al funesto lugar, toma en sus brazos el cuerpo de su hijo muerto y su impresión es tal, que casi desmaya y lo deja caer. La incrédula madre del niño se lo recibe y su sufrimiento se duplica al sostener la cabecita de su pequeño. Una enorme herida había abierto su cráneo.


Invadidos de dolor, deciden no dar parte a la policía, pues el dueño del balneario es el expresidente de la república, y la noticia al trascender puede motivar investigaciones que aumentarían sin duda, el sufrimiento. Nada ni nadie puede devolverles la vida de su hijo.


El niño es velado en la sala principal de su propia casa y allí van llegando, anonadados de pena, los parientes y amistades.



María Inés junto con las hermanas de la nueva orden, suplican a Dios a través de largas jornadas de oración y sacrificios, por la pronta resignación de su hermana y su cuñado. Se enteran tiempo después que José María ha permanecido encerrado más de un mes y no tiene ningún interés en su trabajo y mucho menos en los negocios. Acompañado de su esposa sólo va a misa los domingos, y luego al Panteón Español a llorar sobre la tumba de Luisito. Su dolor es todavía imposible de superar.


Los grandes o pequeños logros de la Madre María Inés parecen ir siempre acompañados de dolorosos sufrimientos. Nunca le falta oblaciones o sacrificios que ofrecerle al Señor por las almas y la obra misionera.

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