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sábado, 21 de junio de 2014

“¡Dios llora en las guerras!”



Monseñor Juan José Aguirre, obispo de Bangassou y misionero comboniano, presenta Solo soy la voz de mi pueblo, un libro donde cuenta sus experiencias desde 1980, cuando llegó a África por primera vez



Son las 5:15 de la mañana. El cielo aún no se ha vestido del todo y amanece en Bangassou, al sur de la República Centroafricana. Allí, con el temblor de las bombas sonando de fondo y en medio de la tempestad que está desarmando en piezas el país, Juanjo abre la puerta de su choza y mira con ternura a Sahel, un niño descarnado de apenas cinco años que llama con tesón a su ventana de madera. Las estadísticas dicen que la República Centroafricana es el quinto país más pobre del planeta; sin embargo, el hambre -aunque a veces carga su fusil con retazos de odio y sinrazón- aún no ha conseguido ganarle la batalla a la esperanza. Juan José es obispo y, además, el padre de cada uno de los habitantes de un pueblo perseguido, y Sahel es un pequeño chiquillo que, vestido de nada, quiere cosquillear la barba poblada de su “monseñor” y regalarle una sonrisa. ¿Acaso el amor de Dios entiende de cifras o etiquetas?

Juan José Aguirre nació hace 59 años en Córdoba, siendo el tercero de los nueve hermanos que completan su familia. Aunque casi abandona esta tierra con solo tres meses de vida, con 27 años, tras despedirse de sus padres con el abrazo emocionado del que marcha para escribir paz con su vida, aterriza en Centroáfrica de la mano de los misioneros combonianos. Inmerso en un mundo de vivencias y cadencias donde Dios no dejaba de sorprenderle, con 43 años se encuentra con una de las noticias más sorprendentes que podían asestarle: es nombrado obispo de Bangassou (República Centroafricana).  Desde entonces, merced a la huella que cincela sus pasos como humilde profeta de los más necesitados, luce con cierta timidez el título de monseñor. No por vergüenza o desprecio, sino porque nunca fue amigo de las grandes celebridades: “aquí, en África, en el servicio del episcopado, eres un misionero más. Con un carisma diferente, ni mejor ni peor que los demás; eso sí, pesado como una mochila llena de ladrillos”.


La voz de su pueblo

Hace unos días, la editorial PPC ha presentado su libro “Solo soy la voz de mi pueblo”, un diario escrito en forma de cruz y cargado de experiencias humanamente desgarradoras; un legado que, sin duda alguna, no dejará indiferente a nadie.

Con la excusa del libro, un servidor –que, además de periodista, es un fiel amante de las historias que se escriben con la tinta del corazón- quiso saber de él, de su situación, de su misión, de su voz, de su alegría, de su dolor… de ese amigo que, aún con todo lo que pesa su agenda de barro, nunca mira con mala cara al que se acerca a él para robarle un puñado de su tiempo. Tras conocerle, no sorprende -para aquel que ha tenido el gozo de cruzar con él un abrazo- que las puertas de su casa de paja y barro estén siempre abiertas; ya sea en su Córdoba natal, en los tonos de su teléfono o en medio de la selva centroafricana.

Con la ternura de los que aman y la paciencia de los santos, contesta tranquilo a cada pregunta.
Lo hace con paz cuando me confiesa que no tiene miedo a la muerte, pero le embiste el dolor cuando deletrea los estragos de la palabra guerra, cuando recuerda que tuvo que cortarle los tendones de las rodillas a un hombre muerto para poder doblar sus piernas y meterlo en el coche, o cuando me cuenta que tuvo que aunar los trozos de un cerebro hecho pedazos tras ser fusilado para tirarlo en el agujero del servicio.

Le pesan el olor a sufrimiento y las cicatrices de sus hijos, pero sigue allí, perdonando crímenes, consolando vidas leprosas que se apagan, curando llagas de cuerpos congelados por el sida y contando las lágrimas de su pueblo. Es, más que un hombre de Dios, la prueba fehaciente de que Dios les da las batallas más difíciles a sus mejores soldados.


Pobre entre los pobres

En la vida de Juanjo no hay días normales, porque su normalidad es el regalo de terminar el día con vida. Se despierta a las 5:00 de la mañana para comenzar su jornada con el desayuno de la oración, el rezo de laudes y la celebración de la Misa. A partir de las 6:45 comienza a recibir a todos aquellos que necesitan de sus manos y de su mirada para volver a cruzar el umbral de una esperanza en la que, a veces, cuesta demasiado creer.

La mitad del año la pasa visitando las comunidades en la selva, recorriendo los 3.000 km de pistas sin un solo kilómetro asfaltado, sentándose con la gente, abrigando el frío de los corazones cansados, rezando con cada rodilla desgastada que desea hacerlo a su lado, compartiendo latidos con los sacerdotes que ansían su llegada o construyendo un centro de maternidad; también, escuchando cómo las Hermanas le cuentan su trabajo con los enfermos de sida o con los ancianos encarcelados y acusados de brujería, departiendo con los seminaristas, visitando el orfanato o celebrando el Via Crucis hasta que sus pies -encallados por el calor- y su columna -marcada por el dolor de los caminos- se lo permiten. Su vida es camino y, por eso, Dios bendijo sus manos para arañar cualquier tierra en misión donde pueda encontrar un poco de agua con la fuerza de sus dedos.


Cuando morir en África sale gratis…

El libro pronuncia, en demasiadas ocasiones, la palabra muerte, hasta el punto de acostumbrarse uno a leerla y no sentir la punzada de su llegada. “La muerte es parte de la vida”, me confiesa, sin ningún temor en sus ojos. “Morimos para nacer a otra vida y, cuando morimos, nacemos”, descubre, para añadir que la muerte en África está muy barata. El Centro Buen Samaritano –abrumado por enfermos terminales de sida- está acostumbrado a gozar de su visita: “a veces, después de rezar con ellos, les digo al oído que saluden de mi parte al rey de la Vida, a Jesús resucitado, pero que se apareció a Tomás con las llagas de la muerte aún impresas en su cuerpo e, incluso, le hizo meter el dedo en una de ellas”.


El encuentro con un Dios misericordioso

El libro, a pesar de contar historias realmente desgarradoras, presenta a un Dios que no juzga, que perdona, que conjuga misericordia en todas sus acepciones posibles, que no quiere saber el nombre de un asesino para no tener que odiar a alguien durante el resto de su vida, que queda en silencio tras la violación a una joven para quien su único lamento es que le han estropeado “las únicas bragas que tenía”, que respira hondo tras haber sentido la metralla de una kalashnikov apuntando en el estómago del obispo… Sin embargo, Juanjo asegura que puede ver a ese Dios en medio de tanto dolor: “el rostro de Dios tiene su fiel reflejo en el rostro de Cristo; el Cristo de la pasión es la clave para interpretar todas las pasiones del mundo, incluso las más desgarradoras. Aquí, en Centroáfrica, Cristo está volviendo a morir en un centenar de musulmanes que se esconden en la selva cerca de Boda, envueltos en miles de metros cúbicos de verde, rodeados por unos salvajes que dicen defender este país, que les acosan con machetes y kalashnikovs. Cuando liman sus machetes en el asfalto de la ruta, el ruido macabro que se produce dispara la adrenalina o el pánico (que es lo mismo) de esos pobres condenados a la tortura y a una muerte indigna. Los musulmanes también son sus hijos y su sufrimiento es el de Dios. Quizá mañana ni siquiera saldrá la noticia en el periódico, pero Dios lo ha visto todo y ha llorado con ellos. Porque, como dice un amigo mío, Dios entiende mucho de guerras, porque es allí donde muchos lo invocan… ¡Dios llora mucho en las guerras!”.

Juanjo es un obispo católico, pero es el servidor de todos -cristianos y musulmanes-, y no mira el color de la piel para curar la herida abierta por una bomba, para celebrar la Misa de Navidad mirando de reojo las manos del director del coro manchadas de sangre o para no maldecir al soldado rebelde que acaba de violar a la mujer de un catequista suyo. Él quiere ver a través los ojos del Padre y, aunque le pesen los párpados por el polvo de la metralla, es el tambor de resonancia de las alegrías y del sufrimiento de aquellos que no podrán venir nunca a Europa a contárnoslo. Y lo hace sin desvanecerse, con sus entrañas acariciando lo inhumano, pero confiado en un Dios que le prometió el ciento por uno y que sabe que nunca le abandonará. “Cuando hayamos pasado de este mundo al Padre, asegura, veremos todo; veremos, entonces, cómo Dios ha visto y llorado la tortura y muerte de tantos musulmanes en 2014 en Centroáfrica, de la misma manera que, en 2013, tantos no musulmanes fueron pisoteados en Bangassou por un criminal sudanés del Dafour que, por cierto, tenía un nombre precioso: Ahdalah (Hijo de Alá)”.


A solas con la muerte

Mons. Aguirre se seca el sudor de su frente para confesarme que ha visto la muerte de muy cerca. Y no se refiere, precisamente, a la hepatitis o al infarto que debilitaron su corazón hace unos años, sino a tantos cuerpos pesados que ha visto morir o que ha abrazado en el último suspiro. Pero él escurre su mérito y revela que les pasa a muchos profesionales en los hospitales: “mi hermana enfermera llora y reza cuando amortaja a sus pacientes muertos. No tiene ningún secreto. Eso te acerca más a esa Providencia que te lleva en sus manos como un pájaro caído del nido es llevado por unas manos protectoras. Esa Providencia puede estar pasando entre aguas turbulentas que la agitan, pero sus manos están seguras. La hermana muerte es para mirarla de frente, pero con mucho respeto. Como lo hizo el Cristo del Calvario”.

Allí es muy complicado que el diccionario detenga las balas y que la razón consiga masticar las palabras sin cristales. Por ello, recuerda la primera muerte a la que asistió en África, con 27 años recién cumplidos, en un pueblecito entre dos ríos, envuelto en selva, alejado de todo y adonde llegó en vespino después de muchas horas flagelándose la cara con las ramas de la selva: “al atardecer, una joven de la comunidad, de unos 15 años, gritaba con dolores abdominales, el vientre en tablas, rabiando de dolor. Creo que era una apendicitis, una simple apendicitis perforada, ya convertida en peritonitis -mortal, dicen los entendidos, cuando se vive lejos de alguien que sepa usar un bisturí-. ¡No teníamos ni una simple aspirina! La vi apagarse en pocas horas sin poder hacer nada, rabiando de sufrimiento”. También me habla apesadumbrado de una mujer embarazada de nueve meses de gemelos, con una hemorragia enorme, que chorreaba sangre espesa hasta los pies: “cuando la tendieron, su vientre abombado sobresalía, como una enorme joroba, de su hermosa figura. Se fue muriendo a ratitos, desangrada. En un momento, los gemelos empezaron a moverse dentro, tremendamente inquietos al notar que el cordón umbilical dejaba de traerles oxígeno y vida. Su movimiento llegó a deformar aquel vientre cuando supieron que aquel lecho de vida empezaba a convertirse en tumba de muerte. Cuando la gente notó fríos los pies de aquella madre y su vientre se transformó en una cárcel para aquellos dos indefensos, sus movimientos se ralentizaron y el ritmo lento de la muerte paralizó lánguidamente la vida. A la media hora, ni la una ni los otros se movían, los tres fundidos por la misma tragedia”.

Son muchas las notas escritas con una letra ilegible al margen del diario de su vida, pero no le teme al futuro. “Dios sabe cuándo será el día de mi muerte”, asegura, y se pregunta por qué debería preocuparse. “Será el de mi nacimiento desde la fe, pues me fundiré como una gota que se funde con el agua del estanque en donde cae. Y podré ver con ojos nuevos los ojos de mi Padre-Madre, y podré fundir mis ojos en sus ojos y conocer de una manera nueva, una manera que aquí no logro imaginar”.


Entre concertinas, muros y espinas

Preocupado por la situación actual de la tierra que le vio nacer, manifiesta que si España sufre por dos años de crisis, África lleva viviendo la crisis 400 años: “no hay comparación. Además, mucho de nuestra calidad de vida actual se ha forjado con materias primas de países africanos. El desequilibrio entre exportación-importación entre África y Europa es enormemente desfavorable para la primera. Me inquieta mucho el drama que se vive en las vallas de Melilla. Detrás de cada inmigrante hay un drama, una familia entera que ha puesto sus esperanzas en él, un sufrimiento de años para llegar hasta el monte Gurugú. El dinero ingente que se gasta en proteger las fronteras se podría destinar para parar el turismo sexual o la fuga de capitales, digo yo. El Evangelio nos pide acoger al inmigrante. Punto. África acoge a miles y miles de inmigrantes internos, que pasan fronteras sin pasaporte ni visados, sin aduanas ni pelotas de goma”.


Toda una vida para Cristo

Cada una de las escenas que componen la historia de Monseñor Aguirre tiene un nexo en común: la bondad. Él no lleva agenda electrónica, pero tiene el corazón lleno de nombres; no porta riquezas, pero sus lágrimas lloran la mirra del que murió por él en una cruz de madera. Incluso, en medio de mi asombro, dice avergonzarse de haber hecho voto de pobreza delante de una anciana desahuciada en la cárcel: “si acaricio su cabeza y sus huesos a flor de piel es, solamente, para pedirle perdón”.

He de despedirme de él pero, en realidad, no quiero. Su paz es consuelo, su felicidad esperanza y sus palabras la excusa perfecta para replantearse el sentido de vivir. Hoy, soy consciente de que nos separa una vida y media, de que los milagros sí existen y de que es la primera vez que una entrevista desgarra la entretela de mis palabras. Hoy sólo acierto a decir que conocer a Monseñor Juan José Aguirre es acariciar el rostro de Jesucristo, y leer el diario de su vida es, para aquél que aún tiene dudas, empezar a creer en Dios.



Carlos González García
De la Revista Eclessia. 
Aportación de mi amigo Miguel Iborra

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