12.
Visitar enfermos
El
Libro de la Sabiduría nos recuerda que Dios ama la vida, sobre todo la vida del
hombre, y no se alegra con la destrucción ni con la muerte. Ha creado todas las
cosas "para que sean" (Sab 1,13-15; 2, 23-25). Esa Vida
estaba plenamente en Jesús de Nazaret (Jn 1,4; 14,6). Los múltiples
milagros de curaciones que Jesús realizó durante su ministerio público eran
vistos por la gente sencilla como la nítida manifestaciòn de la llegada del
Reino de Dios; porque el “reino de los hombres”, la constante condición humana
en la historia, es un reino lleno de enfermedades
y sufrimientos. Cristo vino al mundo como médico del que tienen necesidad los
enfermos (Mt 9, 12-13).
Jesucristo nos trajo la Buena Nueva de la sanación y
la salvación: el evangelio de la Vida. Y en cambio, los hombres como respuesta
le pagamos de otro modo: ocasionándole dolores, sufrimientos... y muerte. Aquel
que vino al mundo como “el más hermoso de entre los hombres” (Sal 45, 3) será
descrito al final de su estancia en la tierra de modo bien distinto: “no tenía
figura ni belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por
los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el
cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado” (Is 53, 2-3).
Jesús, nuestro Salvador, quiso experimentar y asumir en su cuerpo los
sufrimientos humanos, tanto físicos como espirituales. En Él, el Todopoderoso
quiso ser solidario de nuestra debilidad y nuestras enfermedades.
Me gustaría, querido lector, que acercaras ahora tu
mirada a una figura que, aunque no aparece en el texto evangélico, ha sido
recordada en la tradición cristiana, sobre todo en la oración del Via Crucis.
Me refiero a Verónica, la mujer que se decidió a vencer todo posible obstáculo
con tal de ofrecer unos segundos de ternura al Señor durante su pasión. Ella
prestó un servicio de bondad y delicadeza
femenina. No permitió que su corazón se oscureciera entre tanta
indiferencia, cerrazón, desprecio y odio. No podía salvar a Jesús, pero le hizo
más agradable el camino hacia nuestra salvación. No podía curarlo, pero se
acercó a Él para aliviarle su dolor. Quiso aplicarle en el rostro un paño tal
vez humedecido en agua para limpiarle el sudor y la sangre... y el Señor se lo
agradece haciéndola portadora de un mensaje para la posteridad: sólo el amor
nos deja ver y nos hace puros; sólo el amor nos permite reconocer a Dios, que
es el Amor mismo, en el rostro sufriente de nuestros hermanos. Siempre que
queramos atenuar el sufrimiento de los demás con un paño de cariño, el Señor
nos hace ver su rostro y dice: “a mí me lo hicisteis”. Como su propio nombre
parece indicar, Verónica nos muestra que el verdadero
icono de Cristo lo descubriremos en el rostro de aquellos a quienes
aliviamos su sufrimiento.
Recuerda que la obra de misericordia no es curar,
sino visitar, acompañar. ¿Qué podemos
ofrecer cuando no somos capaces de sanar? Podemos llevar las palabras de Jesús
que redimen del silencio de sentido ante el sufrimiento, el consuelo de Jesús
que calma la desazón, el cariño de Jesús que embalsama las heridas del dolor,
la compañía de Jesús que alivia en la soledad...
Todos podemos ser ese buen samaritano que se acerca
al hombre sufriente y yacente junto al camino de nuestra vida (Lc 10, 25-37).
Muchos discípulos de Jesús, hermanos y hermanas nuestros, han dado testimonio a
veces heroico de ello. Tal vez recuerdes al p. Damian, sacerdote belga que en
el s. XIX se presentó voluntario para atender a los leprosos aislados y
práctiamente abandonados en la isla de Molokai, en el océano Pacífico. Tras
unos años de servicio, falleció por contagio de esa enfermedad. Ha habido
santos fundadores de órdenes consagradas al cuidado de los enfermos, como Juan
de Dios o Camilo de Lelis. Otros, como el doctor Giuseppe Moscati, han llegado
a la santidad desde el fiel cumplimiento de su vocación profesional al servicio,
no sólo de la salud, sino sobre todo de los enfermos: “Bienaventurados nosotros los medicos, -decía este santo- incapaces
muchas veces de curar una enfermedad. Dichosos si nos acordamos de que, ademas
de los cuerpos, tenemos ante nosotros almas inmortales, ante las cuales nos
urge el precepto evangelico de amarlas como a nosotros mismos. Los enfermos son
la imagen de Jesucristo”.
La convalecencia por enfermedad, ya sea en casa o en
el hospital, que nadie desea, ha sido para muchas personas el inicio de un
proceso de conversión personal, el camino inesperado hacia la felicidad, hacia
la fe, hacia Dios. Algunos, por la lectura de buenos libros (como Ignacio de
Loyola); otros, por el encuentro con enfermos creyentes que, compartiendo
habitación, les han abierto los ojos del alma y el corazón a la fe en Jesús;
otros, porque han recibido la visita de creyentes que se han acercado para
rezar por él o simplemente para conversar y acercarle durante unos minutos las
semillas del amor eterno de Dios. Y tú, ¿qué has hecho o qué más puedes hacer
por los enfermos?
En cierta ocasión pude conversar con un fraile
franciscano, que llevaba más de 30 años sirviendo a los leprosos en un país de
Asia. En todo ese tiempo había acompañado personalmente en el momento de la
muerte a más de 500 personas. Le comenté que seguramente él conocería muchos
testimonios edificantes de los enfermos. “¡Qué lecciones dan esa gente de
sacrificio, de entereza, de fe y sencillez!”, exclamó el discípulo de Francisco
de Asís. Pero durante la conversación me daba cuenta de que el testimonio más
hermoso era ver el bien que toda esa labor estaba obrando en el alma de aquel
generoso fraile que con tanto amor, delicadeza y unción hablaba de sus
“amigos”. Me comentó que cuando ayudó a un moribundo a dar el paso último a la
otra vida, y no había nadie más que ellos dos, un joven voluntario pasó por
allí, y al verlos, decidió ser sacerdote. Muchos de esos enfermos, de tradición
no cristiana, solían decirle, dibujando una sonrisa feliz en el rostro, que Jesús
les había alcanzado lo que de Buda no habían recibido nunca: la experiencia de
la misericordia.
Junto a estos testimonios quiero recordarte una cosa
muy importante: con más frecuencia, lo que nos encontramos no es que “vayamos a
los enfermos gravísimos”, sino que personas enfermas se nos acercan a nosotros
en la vida cotidiana, familiar, profesional o social. Nuestra disculpa y
comprensión es necesaria (en ocasiones reconozco que con bastante frecuencia)
para quienes están junto a nosotros con un bajón de ánimo o mal carácter porque
les duele una muela, la cabeza o el estómago. O alguien estornuda con volumen
propio de cantante de ópera, o a una distancia excesivamente corta... No lo
dudes: ¡también en esos momentos hay que ser cotidianamente heroicos!
Cuando vayas a ver a un enfermo, reza por él y su
familia mientras vas de camino. Al salir, vuelve a rezar por ellos. En algunas
ocasiones, visitar enfermos consiste más bien en llevar apoyo a la familia que
convive con el enfermo. Y si lo ves necesario y prudente, no dejes de sugerir
la recepción de los sacramentos para el enfermo. A veces, por una lamentable
distracción, olvido o infundado temor, se retrasa la llegada del Salvador a
quienes necesitan especialmente su ayuda. Tristes son los casos en los que esa
ayuda llega ya demasiado tarde...
Juan Pablo II, en un discurso pronunciado en el
santuario de Lourdes el 15 de agosto de 1983, comentaba que a los enfermos se
les puede ayudar con una triple actitud respecto a la enfermedad: la conciencia de su realidad, sin
minimizarla ni exagerarla; la aceptación,
no como resignación más o menos ciega, sino con el sereno conocimiento y
convicción de que el Señor quiere y puede obtener el bien del mal; y la oblación consumada por amor del Señor y
de los hermanos.
Reconforta ver cómo en las comunidades de discípulos
de Jesús se quiere a los enfermos. A veces de modo espontáneo se forman grupos
que quieren ir visitándolos, para ayudarles material y espiritualmente. No nos
escondamos tras las “organizaciones” o el “otros lo harán”. Es necesaria tu
aportación personal. “Ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón
humano, la iniciativa humana, cuando trata de salir al encuentro del
sufrimiento ajeno” (Juan Pablo II, Salvifici
doloris, 29).
Hay que vencer la batalla del sofá comodón, la
película entretenida, el libro que últimamente estamos leyendo, o el paseo
solitario. Reconociendo el valor positivo de todas esas actividades, a veces,
no obstante, pueden ser una vana excusa que nos impide acercar nuestra mano
amiga a alguien que, por una larga convalecencia, seguramente está cansado del
sofá, de las películas, o los libros, y no puede pasear si no es con la ayuda de la conversación de alguien que le
trae noticias del mundo exterior: noticias alegres, conversaciones que pueden
resultarle tan refrescantes para el espíritu como si se tratase de un paseo por
una arboleda frondosa.
Recuerdo las
palabras de un sacerdote que trabajaba en la universidad donde estudié. Como
consecuencia de un accidente se quedó tetrapléjico, y sólo podía mover el
maxilar inferior. Un periodista le preguntó. “¿Cree usted que si algunos
tetrapléjicos tuvieran sus posibilidades seguirían queriendo morir?”. “Estoy
convencido de que no, dijo. Lo que sí tengo claro es que lo que arrastra,
atrae, entusiasma, lo que da ganas de vivir es notar el cariño de los demás. No
me cabe en la cabeza que una persona quiera morirse si se siente querido. Todo
el mundo quiere amor”. Una
persona que se siente querida no puede desear la muerte en ninguna
circunstancia.
Somos transmisores del evangelio de la Vida. Dios nos ha dado el evangelio de la Vida y hemos sido
transformados y salvados por ese mismo evangelio. Somos enviados para estar al
servicio de la Vida, enviados como pueblo, como comunidad de creyentes y como
individuos.
Y no te extrañes si en alguna ocasión te ocurre
lo mismo que a Jesús: después de ayudar a unos enfermos, no todos manifestaban
agradecimiento (Lc 17, 15-19). Permíteme desde ahora darte las gracias en nombre de todos aquellos que han recibido, reciben o
recibirán tu ayuda: te doy gracias en
nombre de Jesús. Y también te animo a que le des las gracias a Él, que vino para que tengas vida... ¡y la tengas en abundancia! (Jn 10, 10).
yo visito enfermos nos hospitais nas casas onde estiverem para agradar a deus jesus maria jose seus santos e discipolos e me sinto bem e miro lo rostro de jesus por o qual me atraio e compadeco amem
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