domingo, 3 de febrero de 2013

VISITAR A LOS ENFERMOS


12. Visitar enfermos
 

Carta pastoral del obispo de la diócesis de Santísima Trinidad en Almaty,mons. José Luis Mumbiela Sierra,en la conmemoración del beato Juan Pablo II (22-10- 2012) 

El Libro de la Sabiduría nos recuerda que Dios ama la vida, sobre todo la vida del hombre, y no se alegra con la destrucción ni con la muerte. Ha creado todas las cosas "para que sean" (Sab 1,13-15; 2, 23-25). Esa Vida estaba plenamente en Jesús de Nazaret (Jn 1,4; 14,6). Los múltiples milagros de curaciones que Jesús realizó durante su ministerio público eran vistos por la gente sencilla como la nítida manifestaciòn de la llegada del Reino de Dios; porque el “reino de los hombres”, la constante condición humana en la historia, es un reino lleno de enfermedades y sufrimientos. Cristo vino al mundo como médico del que tienen necesidad los enfermos (Mt 9, 12-13).

Jesucristo nos trajo la Buena Nueva de la sanación y la salvación: el evangelio de la Vida. Y en cambio, los hombres como respuesta le pagamos de otro modo: ocasionándole dolores, sufrimientos... y muerte. Aquel que vino al mundo como “el más hermoso de entre los hombres” (Sal 45, 3) será descrito al final de su estancia en la tierra de modo bien distinto: “no tenía figura ni belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado” (Is 53, 2-3). Jesús, nuestro Salvador, quiso experimentar y asumir en su cuerpo los sufrimientos humanos, tanto físicos como espirituales. En Él, el Todopoderoso quiso ser solidario de nuestra debilidad y nuestras enfermedades.

Me gustaría, querido lector, que acercaras ahora tu mirada a una figura que, aunque no aparece en el texto evangélico, ha sido recordada en la tradición cristiana, sobre todo en la oración del Via Crucis. Me refiero a Verónica, la mujer que se decidió a vencer todo posible obstáculo con tal de ofrecer unos segundos de ternura al Señor durante su pasión. Ella prestó un servicio de bondad y delicadeza  femenina. No permitió que su corazón se oscureciera entre tanta indiferencia, cerrazón, desprecio y odio. No podía salvar a Jesús, pero le hizo más agradable el camino hacia nuestra salvación. No podía curarlo, pero se acercó a Él para aliviarle su dolor. Quiso aplicarle en el rostro un paño tal vez humedecido en agua para limpiarle el sudor y la sangre... y el Señor se lo agradece haciéndola portadora de un mensaje para la posteridad: sólo el amor nos deja ver y nos hace puros; sólo el amor nos permite reconocer a Dios, que es el Amor mismo, en el rostro sufriente de nuestros hermanos. Siempre que queramos atenuar el sufrimiento de los demás con un paño de cariño, el Señor nos hace ver su rostro y dice: “a mí me lo hicisteis”. Como su propio nombre parece indicar, Verónica nos muestra que el verdadero icono de Cristo lo descubriremos en el rostro de aquellos a quienes aliviamos su sufrimiento.

Recuerda que la obra de misericordia no es curar, sino visitar, acompañar. ¿Qué podemos ofrecer cuando no somos capaces de sanar? Podemos llevar las palabras de Jesús que redimen del silencio de sentido ante el sufrimiento, el consuelo de Jesús que calma la desazón, el cariño de Jesús que embalsama las heridas del dolor, la compañía de Jesús que alivia en la soledad...

Todos podemos ser ese buen samaritano que se acerca al hombre sufriente y yacente junto al camino de nuestra vida (Lc 10, 25-37). Muchos discípulos de Jesús, hermanos y hermanas nuestros, han dado testimonio a veces heroico de ello. Tal vez recuerdes al p. Damian, sacerdote belga que en el s. XIX se presentó voluntario para atender a los leprosos aislados y práctiamente abandonados en la isla de Molokai, en el océano Pacífico. Tras unos años de servicio, falleció por contagio de esa enfermedad. Ha habido santos fundadores de órdenes consagradas al cuidado de los enfermos, como Juan de Dios o Camilo de Lelis. Otros, como el doctor Giuseppe Moscati, han llegado a la santidad desde el fiel cumplimiento de su vocación profesional al servicio, no sólo de la salud, sino sobre todo de los enfermos: “Bienaventurados nosotros los medicos, -decía este santo- incapaces muchas veces de curar una enfermedad. Dichosos si nos acordamos de que, ademas de los cuerpos, tenemos ante nosotros almas inmortales, ante las cuales nos urge el precepto evangelico de amarlas como a nosotros mismos. Los enfermos son la imagen de Jesucristo”.

La convalecencia por enfermedad, ya sea en casa o en el hospital, que nadie desea, ha sido para muchas personas el inicio de un proceso de conversión personal, el camino inesperado hacia la felicidad, hacia la fe, hacia Dios. Algunos, por la lectura de buenos libros (como Ignacio de Loyola); otros, por el encuentro con enfermos creyentes que, compartiendo habitación, les han abierto los ojos del alma y el corazón a la fe en Jesús; otros, porque han recibido la visita de creyentes que se han acercado para rezar por él o simplemente para conversar y acercarle durante unos minutos las semillas del amor eterno de Dios. Y tú, ¿qué has hecho o qué más puedes hacer por los enfermos?

En cierta ocasión pude conversar con un fraile franciscano, que llevaba más de 30 años sirviendo a los leprosos en un país de Asia. En todo ese tiempo había acompañado personalmente en el momento de la muerte a más de 500 personas. Le comenté que seguramente él conocería muchos testimonios edificantes de los enfermos. “¡Qué lecciones dan esa gente de sacrificio, de entereza, de fe y sencillez!”, exclamó el discípulo de Francisco de Asís. Pero durante la conversación me daba cuenta de que el testimonio más hermoso era ver el bien que toda esa labor estaba obrando en el alma de aquel generoso fraile que con tanto amor, delicadeza y unción hablaba de sus “amigos”. Me comentó que cuando ayudó a un moribundo a dar el paso último a la otra vida, y no había nadie más que ellos dos, un joven voluntario pasó por allí, y al verlos, decidió ser sacerdote. Muchos de esos enfermos, de tradición no cristiana, solían decirle, dibujando una sonrisa feliz en el rostro, que Jesús les había alcanzado lo que de Buda no habían recibido nunca: la experiencia de la misericordia.

Junto a estos testimonios quiero recordarte una cosa muy importante: con más frecuencia, lo que nos encontramos no es que “vayamos a los enfermos gravísimos”, sino que personas enfermas se nos acercan a nosotros en la vida cotidiana, familiar, profesional o social. Nuestra disculpa y comprensión es necesaria (en ocasiones reconozco que con bastante frecuencia) para quienes están junto a nosotros con un bajón de ánimo o mal carácter porque les duele una muela, la cabeza o el estómago. O alguien estornuda con volumen propio de cantante de ópera, o a una distancia excesivamente corta... No lo dudes: ¡también en esos momentos hay que ser cotidianamente heroicos!

Cuando vayas a ver a un enfermo, reza por él y su familia mientras vas de camino. Al salir, vuelve a rezar por ellos. En algunas ocasiones, visitar enfermos consiste más bien en llevar apoyo a la familia que convive con el enfermo. Y si lo ves necesario y prudente, no dejes de sugerir la recepción de los sacramentos para el enfermo. A veces, por una lamentable distracción, olvido o infundado temor, se retrasa la llegada del Salvador a quienes necesitan especialmente su ayuda. Tristes son los casos en los que esa ayuda llega ya demasiado tarde...

Juan Pablo II, en un discurso pronunciado en el santuario de Lourdes el 15 de agosto de 1983, comentaba que a los enfermos se les puede ayudar con una triple actitud respecto a la enfermedad: la conciencia de su realidad, sin minimizarla ni exagerarla; la aceptación, no como resignación más o menos ciega, sino con el sereno conocimiento y convicción de que el Señor quiere y puede obtener el bien del mal; y la oblación consumada por amor del Señor y de los hermanos.

Reconforta ver cómo en las comunidades de discípulos de Jesús se quiere a los enfermos. A veces de modo espontáneo se forman grupos que quieren ir visitándolos, para ayudarles material y espiritualmente. No nos escondamos tras las “organizaciones” o el “otros lo harán”. Es necesaria tu aportación personal. “Ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón humano, la iniciativa humana, cuando trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno” (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 29).

Hay que vencer la batalla del sofá comodón, la película entretenida, el libro que últimamente estamos leyendo, o el paseo solitario. Reconociendo el valor positivo de todas esas actividades, a veces, no obstante, pueden ser una vana excusa que nos impide acercar nuestra mano amiga a alguien que, por una larga convalecencia, seguramente está cansado del sofá, de las películas, o los libros, y no puede pasear si no es con la ayuda de la conversación de alguien que le trae noticias del mundo exterior: noticias alegres, conversaciones que pueden resultarle tan refrescantes para el espíritu como si se tratase de un paseo por una arboleda frondosa.

Recuerdo las palabras de un sacerdote que trabajaba en la universidad donde estudié. Como consecuencia de un accidente se quedó tetrapléjico, y sólo podía mover el maxilar inferior. Un periodista le preguntó. “¿Cree usted que si algunos tetrapléjicos tuvieran sus posibilidades seguirían queriendo morir?”. “Estoy convencido de que no, dijo. Lo que sí tengo claro es que lo que arrastra, atrae, entusiasma, lo que da ganas de vivir es notar el cariño de los demás. No me cabe en la cabeza que una persona quiera morirse si se siente querido. Todo el mundo quiere amor”. Una persona que se siente querida no puede desear la muerte en ninguna circunstancia.

Somos transmisores del evangelio de la Vida. Dios nos ha dado el evangelio de la Vida y hemos sido transformados y salvados por ese mismo evangelio. Somos enviados para estar al servicio de la Vida, enviados como pueblo, como comunidad de creyentes y como individuos.
Y no te extrañes si en alguna ocasión te ocurre lo mismo que a Jesús: después de ayudar a unos enfermos, no todos manifestaban agradecimiento (Lc 17, 15-19). Permíteme desde ahora darte las gracias en nombre de todos aquellos que han recibido, reciben o recibirán tu ayuda: te doy gracias en nombre de Jesús. Y también te animo a que le des las gracias a Él, que vino para que tengas vida... ¡y la tengas en abundancia! (Jn 10, 10).

1 comentario:

  1. yo visito enfermos nos hospitais nas casas onde estiverem para agradar a deus jesus maria jose seus santos e discipolos e me sinto bem e miro lo rostro de jesus por o qual me atraio e compadeco amem

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