Monseñor Juan José Aguirre, obispo de Bangassou y
misionero comboniano, presenta Solo soy
la voz de mi pueblo, un libro donde cuenta sus experiencias desde 1980,
cuando llegó a África por primera vez
Son las 5:15 de la mañana. El cielo aún
no se ha vestido del todo y amanece en Bangassou, al sur de la República
Centroafricana. Allí, con el temblor de las bombas sonando de fondo y en medio
de la tempestad que está desarmando en piezas el país, Juanjo abre la puerta de
su choza y mira con ternura a Sahel, un niño descarnado de apenas cinco años
que llama con tesón a su ventana de madera. Las estadísticas dicen que la
República Centroafricana es el quinto país más pobre del planeta; sin embargo,
el hambre -aunque a veces carga su fusil con retazos de odio y sinrazón- aún no
ha conseguido ganarle la batalla a la esperanza. Juan José es obispo y, además,
el padre de cada uno de los habitantes de un pueblo perseguido, y Sahel es un
pequeño chiquillo que, vestido de nada, quiere cosquillear la barba poblada de su
“monseñor” y regalarle una sonrisa. ¿Acaso el amor de Dios entiende de cifras o
etiquetas?
Juan José Aguirre nació hace 59 años en
Córdoba, siendo el tercero de los nueve hermanos que completan su familia. Aunque
casi abandona esta tierra con solo tres meses de vida, con 27 años, tras
despedirse de sus padres con el abrazo emocionado del que marcha para escribir
paz con su vida, aterriza en Centroáfrica de la mano de los misioneros combonianos.
Inmerso en un mundo de vivencias y cadencias donde Dios no dejaba de
sorprenderle, con 43 años se encuentra con una de las noticias más
sorprendentes que podían asestarle: es nombrado obispo de Bangassou (República
Centroafricana). Desde entonces, merced a
la huella que cincela sus pasos como humilde profeta de los más necesitados, luce
con cierta timidez el título de monseñor. No por vergüenza o desprecio, sino
porque nunca fue amigo de las grandes celebridades: “aquí, en África, en el
servicio del episcopado, eres un misionero más. Con un carisma diferente, ni
mejor ni peor que los demás; eso sí, pesado como una mochila llena de
ladrillos”.
La
voz de su pueblo
Hace unos días, la editorial PPC ha
presentado su libro “Solo soy la voz de mi pueblo”, un diario escrito en forma
de cruz y cargado de experiencias humanamente desgarradoras; un legado que, sin
duda alguna, no dejará indiferente a nadie.
Con la excusa del libro, un servidor
–que, además de periodista, es un fiel amante de las historias que se escriben
con la tinta del corazón- quiso saber de él, de su situación, de su misión, de
su voz, de su alegría, de su dolor… de ese amigo que, aún con todo lo que pesa
su agenda de barro, nunca mira con mala cara al que se acerca a él para robarle
un puñado de su tiempo. Tras conocerle, no sorprende -para aquel que ha tenido
el gozo de cruzar con él un abrazo- que las puertas de su casa de paja y barro
estén siempre abiertas; ya sea en su Córdoba natal, en los tonos de su teléfono
o en medio de la selva centroafricana.
Con la ternura de los que aman y la
paciencia de los santos, contesta tranquilo a cada pregunta.
Lo hace con paz cuando me confiesa que no tiene miedo a la muerte, pero le embiste el dolor cuando deletrea los estragos de la palabra guerra, cuando recuerda que tuvo que cortarle los tendones de las rodillas a un hombre muerto para poder doblar sus piernas y meterlo en el coche, o cuando me cuenta que tuvo que aunar los trozos de un cerebro hecho pedazos tras ser fusilado para tirarlo en el agujero del servicio.
Lo hace con paz cuando me confiesa que no tiene miedo a la muerte, pero le embiste el dolor cuando deletrea los estragos de la palabra guerra, cuando recuerda que tuvo que cortarle los tendones de las rodillas a un hombre muerto para poder doblar sus piernas y meterlo en el coche, o cuando me cuenta que tuvo que aunar los trozos de un cerebro hecho pedazos tras ser fusilado para tirarlo en el agujero del servicio.
Le pesan el olor a sufrimiento y las
cicatrices de sus hijos, pero sigue allí, perdonando crímenes, consolando vidas
leprosas que se apagan, curando llagas de cuerpos congelados por el sida y contando
las lágrimas de su pueblo. Es, más que un hombre de Dios, la prueba fehaciente
de que Dios les da las batallas más difíciles a sus mejores soldados.
Pobre
entre los pobres
En la vida de Juanjo no hay días
normales, porque su normalidad es el regalo de terminar el día con vida. Se
despierta a las 5:00 de la mañana para comenzar su jornada con el desayuno de
la oración, el rezo de laudes y la celebración de la Misa. A partir de las 6:45
comienza a recibir a todos aquellos que necesitan de sus manos y de su mirada
para volver a cruzar el umbral de una esperanza en la que, a veces, cuesta demasiado
creer.
La mitad del año la pasa visitando las
comunidades en la selva, recorriendo los 3.000 km de pistas sin un solo
kilómetro asfaltado, sentándose con la gente, abrigando el frío de los
corazones cansados, rezando con cada rodilla desgastada que desea hacerlo a su
lado, compartiendo latidos con los sacerdotes que ansían su llegada o construyendo
un centro de maternidad; también, escuchando cómo las Hermanas le cuentan su
trabajo con los enfermos de sida o con los ancianos encarcelados y acusados de
brujería, departiendo con los seminaristas, visitando el orfanato o celebrando
el Via Crucis hasta que sus pies -encallados por el calor- y su columna -marcada
por el dolor de los caminos- se lo permiten. Su vida es camino y, por eso, Dios
bendijo sus manos para arañar cualquier tierra en misión donde pueda encontrar un
poco de agua con la fuerza de sus dedos.
Cuando
morir en África sale gratis…
El libro pronuncia, en demasiadas
ocasiones, la palabra muerte, hasta
el punto de acostumbrarse uno a leerla y no sentir la punzada de su llegada. “La
muerte es parte de la vida”, me confiesa, sin ningún temor en sus ojos.
“Morimos para nacer a otra vida y, cuando morimos, nacemos”, descubre, para añadir
que la muerte en África está muy barata. El Centro Buen Samaritano –abrumado
por enfermos terminales de sida- está acostumbrado a gozar de su visita: “a
veces, después de rezar con ellos, les digo al oído que saluden de mi parte al
rey de la Vida, a Jesús resucitado, pero que se apareció a Tomás con las llagas
de la muerte aún impresas en su cuerpo e, incluso, le hizo meter el dedo en una
de ellas”.
El
encuentro con un Dios misericordioso
El libro, a pesar de contar historias
realmente desgarradoras, presenta a un Dios que no juzga, que perdona, que
conjuga misericordia en todas sus acepciones posibles, que no quiere saber el
nombre de un asesino para no tener que odiar a alguien durante el resto de su
vida, que queda en silencio tras la violación a una joven para quien su único
lamento es que le han estropeado “las únicas bragas que tenía”, que respira
hondo tras haber sentido la metralla de una kalashnikov apuntando en el
estómago del obispo… Sin embargo, Juanjo asegura que puede ver a ese Dios en
medio de tanto dolor: “el rostro de Dios tiene su fiel reflejo en el rostro de
Cristo; el Cristo de la pasión es la clave para interpretar todas las pasiones
del mundo, incluso las más desgarradoras. Aquí, en Centroáfrica, Cristo está
volviendo a morir en un centenar de musulmanes que se esconden en la selva
cerca de Boda, envueltos en miles de metros cúbicos de verde, rodeados por unos
salvajes que dicen defender este país, que les acosan con machetes y kalashnikovs.
Cuando liman sus machetes en el asfalto de la ruta, el ruido macabro que se produce
dispara la adrenalina o el pánico (que es lo mismo) de esos pobres condenados a
la tortura y a una muerte indigna. Los musulmanes también son sus hijos y su
sufrimiento es el de Dios. Quizá mañana ni siquiera saldrá la noticia en el
periódico, pero Dios lo ha visto todo y ha llorado con ellos. Porque, como dice
un amigo mío, Dios entiende mucho de guerras, porque es allí donde muchos lo
invocan… ¡Dios llora mucho en las guerras!”.
Juanjo es un obispo católico, pero es el servidor
de todos -cristianos y musulmanes-, y no mira el color de la piel para curar la
herida abierta por una bomba, para celebrar la Misa de Navidad mirando de reojo
las manos del director del coro manchadas de sangre o para no maldecir al
soldado rebelde que acaba de violar a la mujer de un catequista suyo. Él quiere
ver a través los ojos del Padre y, aunque le pesen los párpados por el polvo de
la metralla, es el tambor de resonancia de las alegrías y del sufrimiento de
aquellos que no podrán venir nunca a Europa a contárnoslo. Y lo hace sin
desvanecerse, con sus entrañas acariciando lo inhumano, pero confiado en un
Dios que le prometió el ciento por uno y que sabe que nunca le abandonará. “Cuando
hayamos pasado de este mundo al Padre, asegura, veremos todo; veremos, entonces,
cómo Dios ha visto y llorado la tortura y muerte de tantos musulmanes en 2014
en Centroáfrica, de la misma manera que, en 2013, tantos no musulmanes fueron
pisoteados en Bangassou por un criminal sudanés del Dafour que, por cierto,
tenía un nombre precioso: Ahdalah (Hijo de Alá)”.
A
solas con la muerte
Mons. Aguirre se seca el sudor de su
frente para confesarme que ha visto la muerte de muy cerca. Y no se refiere,
precisamente, a la hepatitis o al infarto que debilitaron su corazón hace unos
años, sino a tantos cuerpos pesados que ha visto morir o que ha abrazado en el
último suspiro. Pero él escurre su mérito y revela que les pasa a muchos profesionales
en los hospitales: “mi hermana enfermera llora y reza cuando amortaja a sus
pacientes muertos. No tiene ningún secreto. Eso te acerca más a esa Providencia
que te lleva en sus manos como un pájaro caído del nido es llevado por unas
manos protectoras. Esa Providencia puede estar pasando entre aguas turbulentas
que la agitan, pero sus manos están seguras. La hermana muerte es para mirarla
de frente, pero con mucho respeto. Como lo hizo el Cristo del Calvario”.
Allí es muy complicado que el diccionario
detenga las balas y que la razón consiga masticar las palabras sin cristales.
Por ello, recuerda la primera muerte a la que asistió en África, con 27 años
recién cumplidos, en un pueblecito entre dos ríos, envuelto en selva, alejado
de todo y adonde llegó en vespino después de muchas horas flagelándose la cara
con las ramas de la selva: “al atardecer, una joven de la comunidad, de unos 15
años, gritaba con dolores abdominales, el vientre en tablas, rabiando de dolor.
Creo que era una apendicitis, una simple apendicitis perforada, ya convertida
en peritonitis -mortal, dicen los entendidos, cuando se vive lejos de alguien
que sepa usar un bisturí-. ¡No teníamos ni una simple aspirina! La vi apagarse
en pocas horas sin poder hacer nada, rabiando de sufrimiento”. También me habla
apesadumbrado de una mujer embarazada de nueve meses de gemelos, con una
hemorragia enorme, que chorreaba sangre espesa hasta los pies: “cuando la
tendieron, su vientre abombado sobresalía, como una enorme joroba, de su
hermosa figura. Se fue muriendo a ratitos, desangrada. En un momento, los
gemelos empezaron a moverse dentro, tremendamente inquietos al notar que el cordón
umbilical dejaba de traerles oxígeno y vida. Su movimiento llegó a deformar
aquel vientre cuando supieron que aquel lecho de vida empezaba a convertirse en
tumba de muerte. Cuando la gente notó fríos los pies de aquella madre y su
vientre se transformó en una cárcel para aquellos dos indefensos, sus
movimientos se ralentizaron y el ritmo lento de la muerte paralizó
lánguidamente la vida. A la media hora, ni la una ni los otros se movían, los
tres fundidos por la misma tragedia”.
Son muchas las notas escritas con una
letra ilegible al margen del diario de su vida, pero no le teme al futuro. “Dios
sabe cuándo será el día de mi muerte”, asegura, y se pregunta por qué debería
preocuparse. “Será el de mi nacimiento desde la fe, pues me fundiré como una
gota que se funde con el agua del estanque en donde cae. Y podré ver con ojos
nuevos los ojos de mi Padre-Madre, y podré fundir mis ojos en sus ojos y
conocer de una manera nueva, una manera que aquí no logro imaginar”.
Entre
concertinas, muros y espinas
Preocupado por la situación actual de la
tierra que le vio nacer, manifiesta que si España sufre por dos años de crisis,
África lleva viviendo la crisis 400 años: “no hay comparación. Además, mucho de
nuestra calidad de vida actual se ha forjado con materias primas de países
africanos. El desequilibrio entre exportación-importación entre África y Europa
es enormemente desfavorable para la primera. Me inquieta mucho el drama que se
vive en las vallas de Melilla. Detrás de cada inmigrante hay un drama, una
familia entera que ha puesto sus esperanzas en él, un sufrimiento de años para
llegar hasta el monte Gurugú. El dinero ingente que se gasta en proteger las
fronteras se podría destinar para parar el turismo sexual o la fuga de
capitales, digo yo. El Evangelio nos pide acoger al inmigrante. Punto. África
acoge a miles y miles de inmigrantes internos, que pasan fronteras sin
pasaporte ni visados, sin aduanas ni pelotas de goma”.
Toda
una vida para Cristo
Cada una de las escenas que componen la
historia de Monseñor Aguirre tiene un nexo en común: la bondad. Él no lleva
agenda electrónica, pero tiene el corazón lleno de nombres; no porta riquezas,
pero sus lágrimas lloran la mirra del que murió por él en una cruz de madera. Incluso,
en medio de mi asombro, dice avergonzarse de haber hecho voto de pobreza
delante de una anciana desahuciada en la cárcel: “si acaricio su cabeza y sus
huesos a flor de piel es, solamente, para pedirle perdón”.
He de despedirme de él pero, en realidad,
no quiero. Su paz es consuelo, su felicidad esperanza y sus palabras la excusa
perfecta para replantearse el sentido de vivir. Hoy, soy consciente de que nos
separa una vida y media, de que los milagros sí existen y de que es la primera
vez que una entrevista desgarra la entretela de mis palabras. Hoy sólo acierto
a decir que conocer a Monseñor Juan José Aguirre es acariciar el rostro de
Jesucristo, y leer el diario de su vida es, para aquél que aún tiene dudas,
empezar a creer en Dios.
De la Revista Eclessia.
Aportación de mi amigo Miguel Iborra
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