El Papa Pío IX, de feliz memoria, se decidió a dar el último paso para la
suprema exaltación de la Virgen, definiendo el dogma de su Concepción
Inmaculada. Dícese que en las tristísimas circunstancias por las que atravesaba
la Iglesia, en un día de gran abatimiento, el Pontífice decía al Cardenal
Lambruschini: «No le encuentro solución humana a esta situación». Y el Cardenal
le respondió: «Pues busquemos una solución divina. Defina S. S. el dogma de la
Inmaculada Concepción».
Mas para dar este paso, el Pontífice quería
conocer la opinión y parecer de todos los Obispos, pero al mismo tiempo le
parecía imposible reunir un Concilio para la consulta. La Providencia le salió
al paso con la solución. Una solución sencilla, pero eficaz y definitiva. San
Leonardo de Porto Maurizio había escrito una carta al Papa Benedicto XIV,
insinuándole que podía conocerse la opinión del episcopado consultándolo por
correspondencia epistolar... La carta de San Leonardo fue descubierta en las
circunstancias en que Pío IX trataba de solucionar el problema, y fue, como el
huevo de Colón, perdónese la frase, que hizo exclamar al Papa: «Solucionado». Al
poco tiempo conoció el parecer de toda la jerarquía. Por cierto que un obispo de
Hispanoamérica pudo responderle: «Los americanos, con la fe católica, hemos
recibido la creencia en la preservación de María». Hermosa alabanza a la acción
y celo de nuestra Patria.
Y el día 8 de diciembre de 1854, rodeado de
la solemne corona de 92 Obispos, 54 Arzobispos, 43 Cardenales y de una multitud
ingentísima de pueblo, definía como dogma de fe el gran privilegio de la
Virgen:
«La doctrina que enseña que la bienaventurada
Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el
primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género
humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente
por todos los fieles».
Estas palabras, al parecer tan sencillas y
simples, están seleccionadas una por una y tienen resonancia de siglos. Son eco,
autorizado y definitivo, de la voz solista que cantaba el común sentir de la
Iglesia entre el fragor de las disputas de los teólogos de la Edad
Media.
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