Es un poco extensa pero te aseguro que vale la pena leerla. Es un verdadero tratado de los que ya no se usan..... y le agradezco muchísmo a mi amiga Josefina Algar el que me la haya proporcionado.
Carta pastoral
del obispo de la diócesis de Santísima Trinidad en
Almaty, Kazajstán
mons. José Luis Mumbiela Sierra,
en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María - 2012
10. Vestir al desnudo
Las nupcias despiertan en el corazón humano el deseo
de lo poético, el anhelo por la belleza en su esplendor más sincero y
primaveral. Todas las culturas comprenden que, en ese momento, el ornato de
vestidos y edificios pretenden expresar en el exterior lo que los novios
sienten en el interior de su corazón, donde se dicen mutuamente: “quiero darte
lo mejor de la vida, lo mejor de mi
vida”.
Por eso no es de extrañar que el profeta, alcanzado
en su alma por el delicado, pero punzante dardo amoroso de Dios, exclamara:
“Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios, porque me ha vestido un
traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone
la corona o novia que se adorna con sus joyas” (Is 61, 10). El encuentro del
alma con Dios es descrito en la Biblia en tonos de amor, con pinceladas de romanticismo,
con las pompas de la realeza. Así, por ejemplo, nos lo presenta el salmo 45,
donde los vestidos del rey desprenden aromas de mirra, áloe y acacia, y la
princesa es llevada ante
él “embellecida con corales engarzados en oro y vestida de brocado” (Salmo 45,
9.14-15).
Si la fiesta esponsal, llena de colorido y alegría,
dura para los novios tan sólo una jornada (o varias, según las culturas), para
un cristiano, tocado por el amor de Dios, tal es la condición ordinaria de cada
momento de su existencia. La Iglesia, tanto las mujeres como los hombres, es la
Esposa de Cristo, que vive en una constante celebración del Amor de su Esposo.
La belleza de los templos y la dignidad de las vestiduras litúrgicas también
nos hablan en cierto modo del amor de la Esposa por su Esposo; son ecos del
deseo de dar lo mejor de la vida, de mi
vida, a Aquel que me está amando, salvando y llenando de su vida.
El modo de vestir de los cristianos, ya sea dentro o
fuera de los templos, es por tanto una manifestación de nuestra fe, un recuerdo
de la dignidad de toda persona humana, amada por Dios, un testimonio de la
convicción de ese Amor recibido, y una respuesta a ese Amor.
Entre las obras de misericordia, ésta que nos ocupa
ahora se destaca por un aspecto: la primera ayuda al prójimo es el propio
testimonio. El propio ejemplo de cómo vistes es ya, de hecho, un gesto en favor
de la humanidad. Hay quienes, por desgracia, con su modo de vestir son causa de
pecado para otros. Pero tú, tan sólo con tu ejemplo, puedes colaborar a la
felicidad de los demás.
“¿Acaso la ropa que uso puede
servir como obra de misericordia?”. Sí, indiferentemente de si es de buena
marca o la has comprado en el mercado, o en las rebajas. ¡O aunque sea de
segunda mano! Creo que nos conviene recordar algunos momentos de la historia de
la salvación donde se ve que el vestido viene a participar de la santidad de
quien lo lleva. Tal era, por ejemplo, la convicción de fe de una mujer que
padeció largos años de flujos de sangre y, por fin, se decidió audazmente, pero
con precaución, a rozar el manto de Jesús. Y, de hecho, se curó (Mc 5, 25). Con
el apostol Pablo pasaba algo parecido, pues en Éfeso la gente buscaba
curaciones con pañuelos o delantales que hubieran tocado su cuerpo: y lo
conseguían (Hechos 19, 11-13). Por eso hasta el día de hoy en la Iglesia se
veneran como reliquias los tejidos que han usado los santos o los han rozado.
Pero claro, ¡no hace falta que
todas nuestras vestimentas llegen a ese nivel! El vestido indica la dignidad de
la persona. Hay una armonía que ayuda a saber acertar según la edad, condición
y circunstancia. Nos causa risa ver un niño o niña con ropa de sus padres,
arrastrando con sus piececitos unos zapatones, o mostrando unas mangas de
camisa flotando al estilo “fantasmita”. Lo mismo ocurre con las personas de
edad ataviadas como si pretendieran asemejarse a los adolescentes. La belleza
está unida a la armonía. A todos nos cuesta a veces vestirnos de un modo
determinado, pues con frecuencia debemos guardar unas formas externas que son,
de hecho, una defensa de valores personales o sociales. Nuestros caprichos,
gustos o comodidades deben ser puestos al servicio de los demás.
No existe una “moda cristiana” o
tiendas de ropa cristiana, sino un “modo de vestir influenciado por nuestra
fe”. Somos los cristianos quienes estamos llamados a influir en la moda,
empezando por la elección de lo más adecuado. Un alma de oración, que frecuenta los
sacramentos y procura secundar siempre la voluntad de Dios, sabrá perfectamente
cómo elegir el vestido según tiempos y compañías, lugares y circunstancias.
El apóstol Pablo recomendaba tres criterios a las
mujeres: “que se vistan con ropa decorosa, con pudor y
modestia” (1Tim 2, 9). Pudor no es signo de
debilidad, sino al revés; ni es una exigencia sólo para las mujeres. Como
virtud, es una fuerza espiritual. Y
remarco lo de “fuerza”, porque es lo que arrastra, levanta y entusiasma. La
belleza no es lo que atrae “hacia mí” sino lo que hace a la gente feliz, o sea,
lo que acerca a todos “hacia Dios”, fuente de toda belleza, incluida la humana
y textil.
El Catecismo
de la Iglesia Católica también transmite unas ideas sobre esta
materia: «El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a
mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya
delicadeza proclama» (2521). Por eso mismo, «inspira la elección de la
vestimenta» (2522). «Este pudor rechaza los exhibicionismos del cuerpo humano…
Inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la
moda» (2523). «Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra.
Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual
propia del hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en
el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona
humana» (2524).
Bien
vestido y aseado, ¡qué bien se estará a nuestro lado! La elegancia viene
siempre precedida por la limpieza. La higiene personal resulta más importante
de lo que parece. En una encuesta realizada a primeros de 2012 preguntaban: “¿Al lado de
quién no te gustaría sentarte en un avión?”. Las conclusiones
fueron: en 3-er lugar, “una persona borracha” (15%”); en 2º, “una persona con
sobrepeso” (19%), y en 1ª posición como incómodo
acompañante, “alguien con mal olor corporal” (35%). Y para darse cuenta de
ello, como bien sabes, no hace falta subirse a un avión...
Sí, el propio ejemplo es ya una muestra de Amor.
Pero por desgracia también hay quienes, debido al pecado de otros, carecen de
las ropas necesarias. A los crucificados les quitaban las
vestiduras como signo también externo de la aniquilación de la dignidad del
condenado. Dios, alabado como quien se viste de belleza, luz y majestad (Sal
103, 1-2) fue despojado de sus vestidos (Jn 19, 23-24). Y ese expolio, tan
bellamente inmortalizado en una pintura de “el Greco”, continúa ocurriendo
hasta hoy, cuando millones de personas siguen careciendo de la ropa más
imprescindible, mientras otros muchos no saben dónde almacenar la que nunca más
usarán. Cuando miras tu ropero, ¿descubres prendas de las que puedes des-prenderte?
“Estaba desnudo y me vestisteis” (Mt 25, 36), nos dirá agradecido el Señor.
Es muy conocido el gesto de san Martín de Tours, que
vivió en el siglo IV. Durante un gélido invierno, siendo aún catecúmeno, cortó
en dos su manto de soldado romano para compartirlo con un mendigo necesitado.
Al día siguiente el Señor se le apareció y le agradeció su generosidad hacia
Él. Como diría el apóstol Pablo, no se trata de que, cuando damos algo, nosotros
pasemos necesidad y otros tengan abundancia, sino que hemos de buscar siempre
el equilibrio y la igualdad (2Co 8,13-14).
Tras el pecado, Adán y Eva
sintieron vergüenza al verse desnudos (Gn 3, 7.21). Se dieron cuenta, podríamos
decir, de que vivían sin aquella dignidad propia que habían perdido por su
falta cometida. Dios les ofrece un remedio, les hizo vestidos, como signo
externo de su intención de salvaguardarlos y una demostración de su solicitud.
De esto aprendemos también que lo importante no son las riquezas. En una parroquia donde trabajé,
dos parejas pobres se casaron. Una dejó a la otra los anillos de latón barato
que habían podido adquirir, cosa para lo que los segundos ni siquiera eran
capaces... No vino ningún invitado, pero el Señor bendijo con todo su poder y
cariño las promesas de amor y fidelidad.
Jesús pide que todos, también los
pobres, puedan entrar en el Reino de Dios con la ropa adecuada, con la ropa que
les ayude a saberse amados por Dios. En nuestra mano está la posibilidad de
cubrirlos con la vestidura del honor, del respeto, de la caridad sincera y no
humillante. Después, a cada uno le corresponde la responsabilidad personal para
dar la respuesta al Amor recibido, para acceder a ese Reino como el que acude a
una boda real (cfr. Mt 22, 11-14).
Como hizo el profeta Elías con su discípulo Eliseo (1Re 19, 15-21), el Señor ha echado encima de tus hombros su manto. Te ha nombrado su discípulo y
sucesor. Lo primero que hizo Eliseo con ese recuerdo tan especial, fue abrir
las aguas de un río y cruzarlo en seco, firme y seguro (2Re 2, 1-15), como su
maestro. Así has de caminar tú por la vida, sin dejarte arrastrar por las
corrientes de modas que se cruzan en nuestra vida para desviarnos de nuestra
vocación al Amor; corrientes que buscan “desnudar al vestido”, degradar la
dignidad humana, y contra las que san Agustín advertía:
“Si, pues, ha de ir al fuego eterno aquel a quien le diga: estuve desnudo y no
me vestiste, ¿qué lugar tendrá en el fuego eterno aquel a quien le diga: estaba
vestido y tú me desnudaste?” (Sermón 19).
En cambio, si te revistes de Cristo, con entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de
mansedumbre, de tolerancia y, sobre todo, de caridad (Col 3, 12-14),
abrirás un camino nuevo para la humanidad, algo que vió el autor del
Apocalipsis, como si fuera el incio de un especial desfile de moda en el que ya
formabas parte: “Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, dispuesta como una novia ataviada
para su marido” (Apoc 21, 2).
11. Recibir al que no tiene hogar
Durante las deportaciones de Stalin entre los años
30 y 40, cientos de miles de hombres y mujeres, con edades desde la más tierna
infancia hasta la delicada ancianidad, fueron arrojados y abandonados en la
estepa árida y vacía de Kazajstán sin ningún techo ni derecho. Miles de ellos
perdieron la vida por el frío, el hambre y las enfermedades, pues no todos
pudieron construirse a tiempo con sus propias manos un rudimentario refugio en
la tierra, donde les fuera posible cobijarse durante el crudo invierno de hasta
40º bajo cero. Providencialmente, hubo muchos pobladores locales, de mayoría
kazaja, que con su gran sentido innato de la hospitalidad invitaron a algunas
familias a vivir (y sobrevivir) en sus humildes casas hasta que pudieran tener
su propio tejado. Bellamente expresó Abai Kunanbai el espíritu que, desde
antaño, movía a aquellos “ángeles de la guarda”: “Милосердие, доброта, умение принять чужого за родного брата, желая ему благ, которые бы пожелал себе — все это веление сердца” (Слово 14).
Como obispo, siento la obligación de agradecer desde
estas líneas a quienes ayudaron en aquellos años terribles a familias
católicas. Los discípulos de Jesús debemos tener siempre vivo en la memoria el
recuerdo agradecido hacia aquellas personas. Dicen que la común desgracia une a
veces más que la bonanza. Desde su natural sencillez, aquellas gentes de campo
dieron una hermosa lección de humanidad, signo de la grandeza de un alma amplia
como la estepa de estas tierras, y signo también sin duda de la acción del
Espíritu Santo en sus corazones; alma llamada a seguir siendo bendecida por el cielo que todo lo ve y envuelve con su
omnipresencia y cercanía.
Dios mismo imprimió un carácter especial a la
hospitalidad desde que el patriarca Abraham le recibió y agasajó en la figura
de tres caminantes (Gen 18). Como respuesta, el Señor le premia su generosidad
con la fecundidad milagrosa de Sara, su mujer. La recompensa y magnificiencia
de Dios siempre sobrepasa las capacidades humanas. Del mismo modo, Jesús
también entró a varias casas como invitado. Él mismo había dicho que el Hijo
del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza (Mt 8,20), haciéndose solidario de
quienes deambulan por el mundo sin techo propio: los leprosos de entonces, los
inmigrantes de hoy, vagabundos, refugiados que huyen de la guerra, niños sin
hogar...
En sus visitas, Jesús bendecía las buenas
disposiciones con que era recibido (Lc 19, 1-10), o no dejaba de criticar la
falta de atención hacia su presencia (Lc 7, 36-50). Incluso tenía amigos fuera
del círculo de los apóstoles, como Lázaro, Marta y María, a cuya casa solía ir
para alimentarse del simple placer de la amistad humana. Fue precisamente en el
marco de esa entrañable atmósfera donde el Maestro enseñó que la acogida que Él
más agradece es la que se le ofrenda desde la escucha atenta a Sus palabras (Lc
10, 38-42). Nuestro Salvador vio que la hospitalidad era un cauce muy adecuado
para hacernos comprender la grandeza de Su misericordia. Aunque sabía que no
todos lo comprenderían, e incluso que lo malinterpretarían (Mt 11, 18-19),
quiso no obstante correr ese riesgo.
Estoy de acuerdo contigo en que es muy importante
darse cuenta de a quién invitamos a nuestra casa. Para empezar, podemos pensar
en los “adornos” con que decoramos nuestros hogares. En algunos casos son
amuletos que, por sí mismos, van en contra de nuestra fe. ¿Acaso podemos buscar
y aceptar una protección espiritual que no venga de Jesús? Del mismo modo que
no nos vestimos con pulseras, brazaletes, collares, pendientes o complementos
que indiquen una idolatría que nos aparte de nuestra confianza total en Cristo,
tampoco sería propio que los tuviéramos en nuestras habitaciones o pasillos.
¿Verdad que es un consuelo y un don de Dios ver que nuestro hogar forma parte
de esa tierra prometida que, libre de
toda idolatría (Ezequiel 11, 18), nos inunda el corazón de paz en cuanto
atravesamos el umbral?
Dios viene incesantemente a nosotros para que le
dejemos entrar a nuestro mundo. Lo recordamos en el misterio de Navidad, cuando
se le arrincona enviándolo a un pesebre. Pero Dios sigue golpeando a las
puertas de nuestro corazón y de nuestras culturas para que le dejemos entrar,
nos pide cobijo bajo la presencia de aquellos que son arrinconados.
Podemos pensar, por ejemplo, en los hombres “sin
techo”; o en los niños que adolecen de una familia normal, porque sus padres se
divorciaron, o el padre se fue, o porque el entorno familiar es un nido de
alcohol, de drogas o, simplemente, de agobiante pobreza. Pero aún más dolorosa
es la situación de los niños que son rechazados cuando ya han empezado a
caminar por la vida dentro del seno materno... Quienes atacan la maternidad y
no la valoran ni protegen (ya sea una persona concreta o una sociedad) están
secando en sí mismos la fuente del Amor, se cierran a sí mismos la puerta hacia
la felicidad, hacia Dios, pues como dice el refrán popular de muchos países y
culturas, «гость придет – счастье (Бог!) в дом войдет».
Por eso no me extraña, querido lector, tu profunda
preocupación y desazón cuando observas la desigualdad enfermiza que reina en el
mundo. Se compite por construir los edificios más altos o lujosos del mundo, se
ve con buenos ojos la apertura de casinos y otros lugares a los que se sabe que
la conciencia (si la hubiera) no puede entrar tranquila; y, a su vez, se
desaloja a los que viven en chabolas, las familias de bajos recursos carecen de
opciones para adquirir un domicilio digno, no se favorecen como es debido las
ayudas a niños huérfanos o de familias pobres. Sociedades que construyen, tal
vez, hermosos palacios, casas y proyectos, pero, como dijo Jesús, están
cimentados sobre arena (Mt 7, 22-27). Su futuro no puede ser estable, pues la
base no es la misericordia o el mero sentido de justicia social, sino la
despreocupación por el bien de los necesitados, lo que es un grito que clama al
cielo y llega a los oídos del Creador.
Queremos habitar en una tierra, en una casa, llena de bendiciones y
prosperidad, pero nos olvidamos de que estamos en la vida sólo como
“huéspedes”. Dios mismo, dueño de cielo y tierra, había advertido a su pueblo
que les invitaría a la tierra de promisión si se convertían de las idolatrías, siendo
justos en los pleitos, sin oprimir al extranjero, al huérfano y a la viuda, sin
derramar sangre inocente... (Jer 7, 5-9).
La mirada del creyente siempre vislumbra una
esperanza en el horizonte, pues la misericordia seguirá abriéndose camino entre
la oscuridad del egoísmo. Los discípulos de Jesús y los hombres y mujeres de
buena voluntad seguirán aportando luz y esperanza para construir esa casa
común, donde las puertas de los corazones estarán abiertas al caminante
necesitado. En un país africano, un periodista preguntó malévolamente a la
mujer del presidente de la nación cuánto había costado la construcción de una
nueva gran iglesia pagada por su marido. Ella, con gran sabiduría respondió:
“Más o menos lo que cuesta una hora de guerra”. Junto a ese templo se construyó
además un hospital para pobres y una universidad.
El temor va ganando terreno en quienes se acercan al
final de su vida, cuando perciben como si la muerte los fuera a depositar en un
vacío estepario al cual no podrán
llevar ninguna riqueza ni poder temporal. El Señor, nuestro Buen Pastor, nos
invita en cambio a no tener miedo si somos fieles, pues en la casa del Padre
celestial hay muchas moradas (Jn 14, 2). Y en el cortejo de recibimiento
estarán seguramente aquellos a los que ayudamos durante la vida y nos
precedieron en el camino a la eternidad: “Ven –nos invitarán-, porque fui forastero y me hospedaste (Mt 25,
35)”.
La Virgen María, cambiando sus planes, aceptó a
Jesús aún sabiendo que sería incomprendida; hospedó en su alma y en su cuerpo,
en su vida y en su historia la voluntad de Dios, Su Palabra de salvación. A la
luz de su especial vivencia de la maternidad, la hospitalidad es enriquecida
por una nueva dimensión. Una y otra se ven internamente entrelazadas en todos
los momentos de su peregrinar terreno. En sus entrañas maternales, abiertas
constantemente a Aquel que es el origen de la Vida, descubrimos la fecundidad
del corazón humano dispuesto en todo momento a colaborar con el Amor de Dios.
Su asunción al cielo en cuerpo y alma fue un privilegio para ella y un don para
nosotros. Ella nos desvela con su testimonio profético el sentido de nuestra
vida y el destino que nos aguarda. Y ella también espera a todos sus hijos, al
final de su camino, con una sonrisa
en los labios y un abrazo maternal: a todos aquellos que, como el joven apóstol
Juan, la aceptamos en nuestra casa
como madre de nuestra salvación (Jn 19, 27).
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