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Queridos
hermanos y hermanas
El Jueves
Santo no es sólo el día de la Institución de la Santa
Eucaristía, cuyo esplendor ciertamente se irradia sobre todo lo demás
y, por así decir, lo atrae dentro de sí. También forma parte del Jueves Santo la
noche oscura del Monte de los Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con sus
discípulos; forma parte también la soledad y el abandono de Jesús que, orando,
va al encuentro de la oscuridad de la muerte; forma parte de este Jueves Santo
la traición de Judas y el arresto de Jesús, así como también la
negación de Pedro, la acusación ante el Sanedrín y la entrega a los paganos, a
Pilato. En esta hora, tratemos de comprender con más profundidad estos eventos,
porque en ellos se lleva a cabo el misterio de nuestra
Redención.
Jesús sale
en la noche. La noche significa falta de comunicación, una situación en la que
uno no ve al otro. Es un símbolo de la incomprensión, del ofuscamiento de la
verdad. Es el espacio en el que el mal, que debe esconderse ante la luz, puede
prosperar. Jesús mismo es la luz y la verdad, la comunicación,
la pureza y la bondad. Él entra en la noche. La noche, en definitiva, es símbolo
de la muerte, de la pérdida definitiva de comunión y de vida. Jesús entra en la
noche para superarla e inaugurar el nuevo día de Dios en la historia de la
humanidad. Durante este camino, él ha cantado con sus discípulos los Salmos de
la liberación y de la redención de Israel, que recuerdan la primera
Pascua en Egipto, la noche de la liberación. Como él hacía con
frecuencia, ahora se va a orar solo y hablar como Hijo con el Padre. Pero, a
diferencia de lo acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén cerca tres
discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son los tres que habían tenido la
experiencia de su Transfiguración – la manifestación luminosa de la
gloria de Dios a través de su figura humana – y que lo habían
visto en el centro, entre la Ley y los Profetas, entre Moisés y
Elías.
Habían
escuchado cómo hablaba con ellos de su «éxodo» en Jerusalén. El éxodo de Jesús
en Jerusalén, ¡qué palabra misteriosa!; el éxodo de Israel de Egipto había sido
el episodio de la fuga y la liberación del pueblo de Dios. ¿Qué
aspecto tendría el éxodo de Jesús, en el cual debía cumplirse definitivamente el
sentido de aquel drama histórico?; ahora, los discípulos son testigos del primer
tramo de este éxodo, de la extrema humillación que, sin
embargo, era el paso esencial para salir hacia la libertad y la vida nueva,
hacia la que tiende el éxodo. Los discípulos, cuya cercanía quiso Jesús en está
hora de extrema tribulación, como elemento de apoyo humano, pronto se
durmieron.
No obstante,
escucharon algunos fragmentos de las palabras de la oración de Jesús y
observaron su actitud. Ambas cosas se grabaron profundamente en sus almas, y
ellos lo transmitieron a los cristianos para siempre. Jesús llama a Dios
«Abbá».Y esto significa – como ellos añaden – «Padre». Pero no
de la manera en que se usa habitualmente la palabra «padre»,
sino como expresión del lenguaje de los niños, una palabra afectuosa con la cual
no se osaba dirigirse a Dios. Es el lenguaje de quien es verdaderamente «niño»,
Hijo del Padre, de aquel que se encuentra en comunión con Dios, en la más
profunda unidad con él.
Si nos
preguntamos cuál es el elemento más característico de la imagen de Jesús en los
evangelios, debemos decir: su relación con Dios. Él está siempre en comunión con
Dios. El ser con el Padre es el núcleo de su personalidad. A través de Cristo,
conocemos verdaderamente a Dios. «A Dios nadie lo ha visto
jamás», dice san Juan. Aquel «que está en el seno del Padre… lo ha dado
a conocer» (1,18). Ahora conocemos a Dios tal como es verdaderamente. Él es
Padre, bondad absoluta a la que podemos encomendarnos. El evangelista
Marcos, que ha conservado los recuerdos de
Pedro, nos dice que Jesús, al apelativo «Abbá», añadió aún:
Todo es posible para ti, tú lo puedes todo (cf. 14,36). Él, que es la bondad, es
al mismo tiempo poder, es omnipotente. El poder es bondad y la bondad es poder.
Esta confianza la podemos aprender de la oración de Jesús en el Monte de
los Olivos.
Antes de
reflexionar sobre el contenido de la petición de Jesús, debemos prestar atención
a lo que los evangelistas nos relatan sobre la actitud de Jesús durante su
oración. Mateo y Marcos dicen que «cayó rostro en tierra» (Mt 26,39; cf. Mc
14,35); asume por consiguiente la actitud de total sumisión, que ha sido
conservada en la liturgia romana del Viernes Santo. Lucas, en
cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado. En los Hechos de los
Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante
su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto,
Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una
pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesia naciente. Los cristianos
con su arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de
los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados,
están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el
Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos
y reconocemos su divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra
confianza en que él triunfe.
Jesús
forcejea con el Padre. Combate consigo mismo. Y combate por nosotros.
Experimenta la angustia ante el poder de la muerte. Esto es ante todo la
turbación propia del hombre, más aún, de toda creatura viviente ante la
presencia de la muerte. En Jesús, sin embargo, se trata de algo más. En las
noches del mal, él ensancha su mirada. Ve la marea sucia de toda la mentira y de
toda la infamia que le sobreviene en aquel cáliz que debe
beber. Es el estremecimiento del totalmente puro y santo frente a todo el caudal
del mal de este mundo, que recae sobre él. Él también me ve, y ora también por
mí. Así, este momento de angustia mortal de Jesús es un elemento esencial en el
proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los Hebreos ha
definido el combate de Jesús en el Monte de los Olivos como un acto sacerdotal.
En esta oración de Jesús, impregnada de una angustia mortal, el Señor ejerce el
oficio del sacerdote: toma sobre sí el pecado de la humanidad, a todos nosotros,
y nos conduce al Padre.
Finalmente,
debemos prestar atención aún al contenido de la oración de Jesús en el Monte de
los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero
no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36). La voluntad
natural del hombre Jesús retrocede asustada ante algo tan ingente. Pide
que se le evite eso. Sin embargo, en cuanto Hijo, abandona esta voluntad humana
en la voluntad del Padre: no yo, sino tú. Con esto ha transformado la actitud de
Adán, el pecado primordial del hombre, salvando de este modo al hombre. La
actitud de Adán había sido: No lo que tú has querido, Dios;
quiero ser dios yo mismo. Esta soberbia es la verdadera esencia del pecado.
Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros mismos sólo si seguimos
exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el antagonista de nuestra
libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros; sólo así seremos
libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la
historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se
pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser
libre, sino alienado de sí mismo.
Únicamente
somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces
nos hacemos verdaderamente «como Dios», no oponiéndonos a Dios,
no desentendiéndonos de él o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte
de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa contradicción entre obediencia y
libertad, y abierto el camino hacia la libertad. Oremos al
Señor para que nos adentre en este «sí» a la voluntad de Dios,
haciéndonos verdaderamente libres. Amén.
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