viernes, 17 de agosto de 2012

UNA CARTA PASTORAL... DESDE KAZAJTÁN

Es un poco extensa pero te aseguro que vale la pena leerla. Es un verdadero tratado de los que ya no se usan..... y le agradezco muchísmo a mi amiga Josefina Algar el que me la haya proporcionado.

Carta pastoral
del obispo de la diócesis de Santísima Trinidad en Almaty, Kazajstán
mons. José Luis Mumbiela Sierra,
en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María - 2012

10. Vestir al desnudo
Las nupcias despiertan en el corazón humano el deseo de lo poético, el anhelo por la belleza en su esplendor más sincero y primaveral. Todas las culturas comprenden que, en ese momento, el ornato de vestidos y edificios pretenden expresar en el exterior lo que los novios sienten en el interior de su corazón, donde se dicen mutuamente: “quiero darte lo mejor de la vida, lo mejor de mi vida”.
Por eso no es de extrañar que el profeta, alcanzado en su alma por el delicado, pero punzante dardo amoroso de Dios, exclamara: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas” (Is 61, 10). El encuentro del alma con Dios es descrito en la Biblia en tonos de amor, con pinceladas de romanticismo, con las pompas de la realeza. Así, por ejemplo, nos lo presenta el salmo 45, donde los vestidos del rey desprenden aromas de mirra, áloe y acacia, y la princesa es llevada ante él “embellecida con corales engarzados en oro y vestida de brocado” (Salmo 45, 9.14-15).
Si la fiesta esponsal, llena de colorido y alegría, dura para los novios tan sólo una jornada (o varias, según las culturas), para un cristiano, tocado por el amor de Dios, tal es la condición ordinaria de cada momento de su existencia. La Iglesia, tanto las mujeres como los hombres, es la Esposa de Cristo, que vive en una constante celebración del Amor de su Esposo. La belleza de los templos y la dignidad de las vestiduras litúrgicas también nos hablan en cierto modo del amor de la Esposa por su Esposo; son ecos del deseo de dar lo mejor de la vida, de mi vida, a Aquel que me está amando, salvando y llenando de su vida.
El modo de vestir de los cristianos, ya sea dentro o fuera de los templos, es por tanto una manifestación de nuestra fe, un recuerdo de la dignidad de toda persona humana, amada por Dios, un testimonio de la convicción de ese Amor recibido, y una respuesta a ese Amor.
Entre las obras de misericordia, ésta que nos ocupa ahora se destaca por un aspecto: la primera ayuda al prójimo es el propio testimonio. El propio ejemplo de cómo vistes es ya, de hecho, un gesto en favor de la humanidad. Hay quienes, por desgracia, con su modo de vestir son causa de pecado para otros. Pero tú, tan sólo con tu ejemplo, puedes colaborar a la felicidad de los demás.
“¿Acaso la ropa que uso puede servir como obra de misericordia?”. Sí, indiferentemente de si es de buena marca o la has comprado en el mercado, o en las rebajas. ¡O aunque sea de segunda mano! Creo que nos conviene recordar algunos momentos de la historia de la salvación donde se ve que el vestido viene a participar de la santidad de quien lo lleva. Tal era, por ejemplo, la convicción de fe de una mujer que padeció largos años de flujos de sangre y, por fin, se decidió audazmente, pero con precaución, a rozar el manto de Jesús. Y, de hecho, se curó (Mc 5, 25). Con el apostol Pablo pasaba algo parecido, pues en Éfeso la gente buscaba curaciones con pañuelos o delantales que hubieran tocado su cuerpo: y lo conseguían (Hechos 19, 11-13). Por eso hasta el día de hoy en la Iglesia se veneran como reliquias los tejidos que han usado los santos o los han rozado.

Pero claro, ¡no hace falta que todas nuestras vestimentas llegen a ese nivel! El vestido indica la dignidad de la persona. Hay una armonía que ayuda a saber acertar según la edad, condición y circunstancia. Nos causa risa ver un niño o niña con ropa de sus padres, arrastrando con sus piececitos unos zapatones, o mostrando unas mangas de camisa flotando al estilo “fantasmita”. Lo mismo ocurre con las personas de edad ataviadas como si pretendieran asemejarse a los adolescentes. La belleza está unida a la armonía. A todos nos cuesta a veces vestirnos de un modo determinado, pues con frecuencia debemos guardar unas formas externas que son, de hecho, una defensa de valores personales o sociales. Nuestros caprichos, gustos o comodidades deben ser puestos al servicio de los demás.
No existe una “moda cristiana” o tiendas de ropa cristiana, sino un “modo de vestir influenciado por nuestra fe”. Somos los cristianos quienes estamos llamados a influir en la moda, empezando por la elección de lo más adecuado. Un alma de oración, que frecuenta los sacramentos y procura secundar siempre la voluntad de Dios, sabrá perfectamente cómo elegir el vestido según tiempos y compañías, lugares y circunstancias.
El apóstol Pablo recomendaba tres criterios a las mujeres: “que se vistan con ropa decorosa, con pudor y modestia” (1Tim 2, 9). Pudor no es signo de debilidad, sino al revés; ni es una exigencia sólo para las mujeres. Como virtud, es una fuerza espiritual. Y remarco lo de “fuerza”, porque es lo que arrastra, levanta y entusiasma. La belleza no es lo que atrae “hacia mí” sino lo que hace a la gente feliz, o sea, lo que acerca a todos “hacia Dios”, fuente de toda belleza, incluida la humana y textil.
El Catecismo de la Iglesia Católica también transmite unas ideas sobre esta materia: «El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama» (2521). Por eso mismo, «inspira la elección de la vestimenta» (2522). «Este pudor rechaza los exhibicionismos del cuerpo humano… Inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda» (2523). «Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia del hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana» (2524).
Bien vestido y aseado, ¡qué bien se estará a nuestro lado! La elegancia viene siempre precedida por la limpieza. La higiene personal resulta más importante de lo que parece. En una encuesta realizada a primeros de 2012 preguntaban: “¿Al lado de quién no te gustaría sentarte en un avión?”. Las conclusiones fueron: en 3-er lugar, “una persona borracha” (15%”); en 2º, “una persona con sobrepeso” (19%), y en 1ª posición como incómodo acompañante, “alguien con mal olor corporal” (35%). Y para darse cuenta de ello, como bien sabes, no hace falta subirse a un avión...
Sí, el propio ejemplo es ya una muestra de Amor. Pero por desgracia también hay quienes, debido al pecado de otros, carecen de las ropas necesarias. A los crucificados les quitaban las vestiduras como signo también externo de la aniquilación de la dignidad del condenado. Dios, alabado como quien se viste de belleza, luz y majestad (Sal 103, 1-2) fue despojado de sus vestidos (Jn 19, 23-24). Y ese expolio, tan bellamente inmortalizado en una pintura de “el Greco”, continúa ocurriendo hasta hoy, cuando millones de personas siguen careciendo de la ropa más imprescindible, mientras otros muchos no saben dónde almacenar la que nunca más usarán. Cuando miras tu ropero, ¿descubres prendas de las que puedes des-prenderte? “Estaba desnudo y me vestisteis” (Mt 25, 36), nos dirá agradecido el Señor.
Es muy conocido el gesto de san Martín de Tours, que vivió en el siglo IV. Durante un gélido invierno, siendo aún catecúmeno, cortó en dos su manto de soldado romano para compartirlo con un mendigo necesitado. Al día siguiente el Señor se le apareció y le agradeció su generosidad hacia Él. Como diría el apóstol Pablo, no se trata de que, cuando damos algo, nosotros pasemos necesidad y otros tengan abundancia, sino que hemos de buscar siempre el equilibrio y la igualdad (2Co 8,13-14).
Tras el pecado, Adán y Eva sintieron vergüenza al verse desnudos (Gn 3, 7.21). Se dieron cuenta, podríamos decir, de que vivían sin aquella dignidad propia que habían perdido por su falta cometida. Dios les ofrece un remedio, les hizo vestidos, como signo externo de su intención de salvaguardarlos y una demostración de su solicitud. De esto aprendemos también que lo importante no son las riquezas. En una parroquia donde trabajé, dos parejas pobres se casaron. Una dejó a la otra los anillos de latón barato que habían podido adquirir, cosa para lo que los segundos ni siquiera eran capaces... No vino ningún invitado, pero el Señor bendijo con todo su poder y cariño las promesas de amor y fidelidad.
Jesús pide que todos, también los pobres, puedan entrar en el Reino de Dios con la ropa adecuada, con la ropa que les ayude a saberse amados por Dios. En nuestra mano está la posibilidad de cubrirlos con la vestidura del honor, del respeto, de la caridad sincera y no humillante. Después, a cada uno le corresponde la responsabilidad personal para dar la respuesta al Amor recibido, para acceder a ese Reino como el que acude a una boda real (cfr. Mt 22, 11-14).
Como hizo el profeta Elías con su discípulo Eliseo (1Re 19, 15-21), el Señor ha echado encima de tus hombros su manto. Te ha nombrado su discípulo y sucesor. Lo primero que hizo Eliseo con ese recuerdo tan especial, fue abrir las aguas de un río y cruzarlo en seco, firme y seguro (2Re 2, 1-15), como su maestro. Así has de caminar tú por la vida, sin dejarte arrastrar por las corrientes de modas que se cruzan en nuestra vida para desviarnos de nuestra vocación al Amor; corrientes que buscan “desnudar al vestido”, degradar la dignidad humana, y contra las que san Agustín advertía: “Si, pues, ha de ir al fuego eterno aquel a quien le diga: estuve desnudo y no me vestiste, ¿qué lugar tendrá en el fuego eterno aquel a quien le diga: estaba vestido y tú me desnudaste?” (Sermón 19).
En cambio, si te revistes de Cristo, con entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de tolerancia y, sobre todo, de caridad (Col 3, 12-14), abrirás un camino nuevo para la humanidad, algo que vió el autor del Apocalipsis, como si fuera el incio de un especial desfile de moda en el que ya formabas parte: “Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, dispuesta como una novia ataviada para su marido” (Apoc 21, 2).
11. Recibir al que no tiene hogar
Durante las deportaciones de Stalin entre los años 30 y 40, cientos de miles de hombres y mujeres, con edades desde la más tierna infancia hasta la delicada ancianidad, fueron arrojados y abandonados en la estepa árida y vacía de Kazajstán sin ningún techo ni derecho. Miles de ellos perdieron la vida por el frío, el hambre y las enfermedades, pues no todos pudieron construirse a tiempo con sus propias manos un rudimentario refugio en la tierra, donde les fuera posible cobijarse durante el crudo invierno de hasta 40º bajo cero. Providencialmente, hubo muchos pobladores locales, de mayoría kazaja, que con su gran sentido innato de la hospitalidad invitaron a algunas familias a vivir (y sobrevivir) en sus humildes casas hasta que pudieran tener su propio tejado. Bellamente expresó Abai Kunanbai el espíritu que, desde antaño, movía a aquellos “ángeles de la guarda”: “Милосердие, доброта, умение принять чужого за родного брата, желая ему благ, которые бы пожелал себевсе это веление сердца” (Слово 14).
Como obispo, siento la obligación de agradecer desde estas líneas a quienes ayudaron en aquellos años terribles a familias católicas. Los discípulos de Jesús debemos tener siempre vivo en la memoria el recuerdo agradecido hacia aquellas personas. Dicen que la común desgracia une a veces más que la bonanza. Desde su natural sencillez, aquellas gentes de campo dieron una hermosa lección de humanidad, signo de la grandeza de un alma amplia como la estepa de estas tierras, y signo también sin duda de la acción del Espíritu Santo en sus corazones; alma llamada a seguir siendo bendecida por el cielo que todo lo ve y envuelve con su omnipresencia y cercanía.
Dios mismo imprimió un carácter especial a la hospitalidad desde que el patriarca Abraham le recibió y agasajó en la figura de tres caminantes (Gen 18). Como respuesta, el Señor le premia su generosidad con la fecundidad milagrosa de Sara, su mujer. La recompensa y magnificiencia de Dios siempre sobrepasa las capacidades humanas. Del mismo modo, Jesús también entró a varias casas como invitado. Él mismo había dicho que el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza (Mt 8,20), haciéndose solidario de quienes deambulan por el mundo sin techo propio: los leprosos de entonces, los inmigrantes de hoy, vagabundos, refugiados que huyen de la guerra, niños sin hogar...
En sus visitas, Jesús bendecía las buenas disposiciones con que era recibido (Lc 19, 1-10), o no dejaba de criticar la falta de atención hacia su presencia (Lc 7, 36-50). Incluso tenía amigos fuera del círculo de los apóstoles, como Lázaro, Marta y María, a cuya casa solía ir para alimentarse del simple placer de la amistad humana. Fue precisamente en el marco de esa entrañable atmósfera donde el Maestro enseñó que la acogida que Él más agradece es la que se le ofrenda desde la escucha atenta a Sus palabras (Lc 10, 38-42). Nuestro Salvador vio que la hospitalidad era un cauce muy adecuado para hacernos comprender la grandeza de Su misericordia. Aunque sabía que no todos lo comprenderían, e incluso que lo malinterpretarían (Mt 11, 18-19), quiso no obstante correr ese riesgo.
Estoy de acuerdo contigo en que es muy importante darse cuenta de a quién invitamos a nuestra casa. Para empezar, podemos pensar en los “adornos” con que decoramos nuestros hogares. En algunos casos son amuletos que, por sí mismos, van en contra de nuestra fe. ¿Acaso podemos buscar y aceptar una protección espiritual que no venga de Jesús? Del mismo modo que no nos vestimos con pulseras, brazaletes, collares, pendientes o complementos que indiquen una idolatría que nos aparte de nuestra confianza total en Cristo, tampoco sería propio que los tuviéramos en nuestras habitaciones o pasillos. ¿Verdad que es un consuelo y un don de Dios ver que nuestro hogar forma parte de esa tierra prometida que, libre de toda idolatría (Ezequiel 11, 18), nos inunda el corazón de paz en cuanto atravesamos el umbral?
Dios viene incesantemente a nosotros para que le dejemos entrar a nuestro mundo. Lo recordamos en el misterio de Navidad, cuando se le arrincona enviándolo a un pesebre. Pero Dios sigue golpeando a las puertas de nuestro corazón y de nuestras culturas para que le dejemos entrar, nos pide cobijo bajo la presencia de aquellos que son arrinconados.
Podemos pensar, por ejemplo, en los hombres “sin techo”; o en los niños que adolecen de una familia normal, porque sus padres se divorciaron, o el padre se fue, o porque el entorno familiar es un nido de alcohol, de drogas o, simplemente, de agobiante pobreza. Pero aún más dolorosa es la situación de los niños que son rechazados cuando ya han empezado a caminar por la vida dentro del seno materno... Quienes atacan la maternidad y no la valoran ni protegen (ya sea una persona concreta o una sociedad) están secando en sí mismos la fuente del Amor, se cierran a sí mismos la puerta hacia la felicidad, hacia Dios, pues como dice el refrán popular de muchos países y culturas, «гость придетсчастье (Бог!) в дом войдет».
Por eso no me extraña, querido lector, tu profunda preocupación y desazón cuando observas la desigualdad enfermiza que reina en el mundo. Se compite por construir los edificios más altos o lujosos del mundo, se ve con buenos ojos la apertura de casinos y otros lugares a los que se sabe que la conciencia (si la hubiera) no puede entrar tranquila; y, a su vez, se desaloja a los que viven en chabolas, las familias de bajos recursos carecen de opciones para adquirir un domicilio digno, no se favorecen como es debido las ayudas a niños huérfanos o de familias pobres. Sociedades que construyen, tal vez, hermosos palacios, casas y proyectos, pero, como dijo Jesús, están cimentados sobre arena (Mt 7, 22-27). Su futuro no puede ser estable, pues la base no es la misericordia o el mero sentido de justicia social, sino la despreocupación por el bien de los necesitados, lo que es un grito que clama al cielo y llega a los oídos del Creador.
Queremos habitar en una tierra, en una casa, llena de bendiciones y prosperidad, pero nos olvidamos de que estamos en la vida sólo como “huéspedes”. Dios mismo, dueño de cielo y tierra, había advertido a su pueblo que les invitaría a la tierra de promisión si se convertían de las idolatrías, siendo justos en los pleitos, sin oprimir al extranjero, al huérfano y a la viuda, sin derramar sangre inocente... (Jer 7, 5-9).
La mirada del creyente siempre vislumbra una esperanza en el horizonte, pues la misericordia seguirá abriéndose camino entre la oscuridad del egoísmo. Los discípulos de Jesús y los hombres y mujeres de buena voluntad seguirán aportando luz y esperanza para construir esa casa común, donde las puertas de los corazones estarán abiertas al caminante necesitado. En un país africano, un periodista preguntó malévolamente a la mujer del presidente de la nación cuánto había costado la construcción de una nueva gran iglesia pagada por su marido. Ella, con gran sabiduría respondió: “Más o menos lo que cuesta una hora de guerra”. Junto a ese templo se construyó además un hospital para pobres y una universidad.
El temor va ganando terreno en quienes se acercan al final de su vida, cuando perciben como si la muerte los fuera a depositar en un vacío estepario al cual no podrán llevar ninguna riqueza ni poder temporal. El Señor, nuestro Buen Pastor, nos invita en cambio a no tener miedo si somos fieles, pues en la casa del Padre celestial hay muchas moradas (Jn 14, 2). Y en el cortejo de recibimiento estarán seguramente aquellos a los que ayudamos durante la vida y nos precedieron en el camino a la eternidad: “Ven –nos invitarán-, porque fui forastero y me hospedaste (Mt 25, 35)”.
La Virgen María, cambiando sus planes, aceptó a Jesús aún sabiendo que sería incomprendida; hospedó en su alma y en su cuerpo, en su vida y en su historia la voluntad de Dios, Su Palabra de salvación. A la luz de su especial vivencia de la maternidad, la hospitalidad es enriquecida por una nueva dimensión. Una y otra se ven internamente entrelazadas en todos los momentos de su peregrinar terreno. En sus entrañas maternales, abiertas constantemente a Aquel que es el origen de la Vida, descubrimos la fecundidad del corazón humano dispuesto en todo momento a colaborar con el Amor de Dios. Su asunción al cielo en cuerpo y alma fue un privilegio para ella y un don para nosotros. Ella nos desvela con su testimonio profético el sentido de nuestra vida y el destino que nos aguarda. Y ella también espera a todos sus hijos, al final de su camino, con una sonrisa en los labios y un abrazo maternal: a todos aquellos que, como el joven apóstol Juan, la aceptamos en nuestra casa como madre de nuestra salvación (Jn 19, 27).

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