ERASE UNA VEZ una viuda joven. En una ciudad donde su marido había sido mercader. Cuando la desposó, ella apenas tenía quince años. El era ya muy mayor. La había tratado con delicadeza, le había enseñado a llevar la casa, a ejercer una autoridad benévola y vigilante sobre el servicio durante sus largas ausencias, cuando iba a vender telas en las ferias de Champagne y hasta las de Lombardía. Ella no lo
amaba como habría amado a un marido joven. ¡Era tan viejo! Sus mejillas estaban nacidas y sus manos llenas ya de manchas oscuras. Pero lo amaba a su manera, de buena fe y con todo su corazón, sin Sospechar las pasiones de la carne, sin saber que el amor debido a un marido recibe a veces la recompensa de un poco de placer.
Al morir el marido, se sintió sola y lo lloró. Siempre había sido piadosa y él había procurado completar su educación en ese aspecto y en todos los otros. Todas las mañanas iba a la iglesia y asistía a la misa. Todavía no tenía veinte años. Era alta y pálida, sus ojos eran grises y luminosos, sus cabellos negros
y lisos.
Un joven acomodado de la ciudad la amaba. Tenía su edad. La conocía desde la infancia. La encontraba todos los días. ¡Había sufrido tanto viéndola casada con aquel viejo! Ahora estaba viuda. La seguía a la iglesia. Esperaba delante de su casa el momento en que ella saldría. Atravesaba veinte veces la plaza, entre el mercado y la fuente, para dar la impresión de coincidir en el instante en que se cruzaría con ella. Le hablaba siempre que tenía ocasión.
Una mañana, en la callejuela desierta del ábside de la iglesia, la oportunidad fue tan favorable y su pasión tan violenta que no pudo más. Le confesó su amor, sin añadir nada que ella no supiese ya. Le pidió la mano. Ella se ofendió, se extrañó de su audacia, le respondió que sería fiel a la memoria de su marido
difunto hasta la muerte y que nunca se volvería a casar. Sabía que esto era algo permitido a las viudas, pero también sabía que esta permisión sólo era una tolerancia. La prueba estaba en que la Iglesia lo prohibía a sus clérigos. Les estaba prohibido casarse con una viuda o, si ellos quedaban viudos, volverse a casar. Por su parte, seguiría ese camino que era el más perfecto. El joven la oyó en silencio y se alejó. La había amado toda su vida. Ahora, esa vida ya no tenía sentido. Los escrúpulos religiosos de los que ella había hecho alarde revelaban a las claras su frialdad y que le era indiferente. ¿Qué puedo deciros?, ¿quién no conoce el sufrimiento de un amante rechazado? Más que el sufrimiento, la locura en la que le sume un pensamiento único, inagotable y vacío. El joven del que estoy hablando terminó por ver en Dios a un rival. El le reprochaba la piedad que le manifestaba la joven viuda. Desafiar a Dios y conseguir a la que amaba, era para él el mismo sueño, un sueño incesantemente rumiado, exasperante e inútil.
Un día oyó hablar de un hombre que vivía en un caserío de la montaña, el último caserío antes del gran bosque. Se decía que ese hombre era un hechicero. Se decía que había firmado un pacto con el diablo. Se decía que podía conseguirlo todo en este mundo para aquel que aceptara sus condiciones. Las condiciones
en cuestión el joven se las imaginaba. Pero ¿qué le importaba su alma? La quería a ella, a ella sólo, a la mujer de ojos claros y pelo liso.
—Me vengaré de Dios y será mía, se decía, por toda la devoción de que ella hace gala.
Ensilló su caballo y partió hacia la montaña. La carretera se hizo camino, el camino sendero, tan pronto de hierba invadida por las zarzas, como de tierra negra y de agujas secas bajo la sombra de los abetos. Finalmente, un repecho vacío, un torrente en el que los cantos rodaban bajo los cascos del caballo. Un intenso sol de tormenta lo quemaba, después nubes sombrías se acumulaban y enviaban un viento frío. El último caserío no era gran cosa. Dos, tres cabañas al borde del torrente entre retamas y flores silvestres. El hombre vivía en la última, adosada a la ladera, dominada por los árboles: paredes de adobe que se desmoronaban, un tejado de paja agujereado en algunos sitios quebajaba casi hasta el suelo... La única habitación era sombría y parecía prolongarse en una cavidad más sombría todavía, que se hundía en la montaña. El fuego ardía en un hogar inmenso, dominado por un gran fuelle de herrero. Pero ¿qué se podía forjar, qué caballos o qué bueyes herrar en aquellas soledades? El hechicero tenía una apariencia tan salvaje como su casa, pero hablaba como un maestro. Nada le resultaría más fácil, dijo, que conseguir para su visitante los favores de la mujer. Incluso podía casarse con ella, si le apetecía. Lo único que le
pedía en contrapartida era renegar de Dios y de la Virgen, su madre.
El joven esperaba ese requerimiento. En sus largas noches de sufrimiento y de rabia, incluso lo había deseado. No tenía más que pronunciar las palabras que tantas veces había repetido en su mente.
«¿Qué puedo perder? Ese reniego, esa blasfemia, los he cometido ya con el pensamiento. Ya estoy condenado». Sin embargo, dudaba. Renegar solemnemente, renegar ante un testigo, y ante tan horrible testigo, de la promesa hecha un día en su bautismo, ¿no era una cosa muy distinta de alejarse de Dios en el extravío de su sufrimiento y la noche de su pasión? «Sé que no hay pecado más vergonzoso que faltar a la palabra ni virtud más excelsa que la fidelidad. Dios me ha abandonado. Que me condene, si quiere, por haberlo pensado y pensarlo todavía. El me ha fallado. La Virgen, a la que tantas veces he rezado, no ha venido en mi ayuda. Pero yo, no les fallaré. Yo, seré fiel».
¿Hay que decirlo todo? En realidad, en ese instante, no pensaba sólo en Dios.
«¿Puedo aceptar que ella, a la que amo hasta el extremo de sacrificarle mi alma, se entregue al diablo al entregarse a mí?, ¿sería infiel a Dios para serle fiel a ella y viviría luego, día a día, junto a ella en una mentira mil veces peor que la más grave de las infidelidades? Y sin embargo... Si renuncio a ella, renuncio a la vida. He perdido ya a Dios y perderé la vida».
El silencio se prolongaba. El hechicero se rió burlonamente, accionó el soplo del fuelle. Las llamas brotaron y lamieron el negro hollín de la pared.
—Mira esta llama, dijo. Mira tu deseo. ¿No quieres satisfacerlo?
Sin decir nada, el joven se dio media vuelta, salió, montó en su caballo y regresó a la ciudad.
Al día siguiente, igual que siempre, la joven viuda se dirigió a la iglesia para oír la primera misa. Vio al que la amaba arrodillado ante la imagen de la Virgen. El no la veía. Ni veía la imagen. Su rostro estaba hundido entre sus manos. Pasaba el tiempo, la misa avanzaba, y él no se movía. La joven no podía dejar de observarlo a hurtadillas, lamentando distraerse. Pero de repente... De repente la Virgen se inclinó hacia él y le sonrió. El no vio cómo la imagen se animaba, no vio su sonrisa. Seguía con la cara entre las manos. Pero la joven lo vio. Sólo ella lo vio.
El abandonó la iglesia poco antes de que terminara la misa, sin aguardar al último evangelio. Ella lo siguió. Le vio atravesar la plaza, con la cabeza baja. Lo llamó:
—Vas muy aprisa, espera. Me gustaría hablar contigo. Volvió sobre sus pasos inmediatamente, con el corazón alborotado. No esperaba nada de esa conversación. Pero la misma invitación era una divina sorpresa. Estar un instante junto a ella, oír su voz: estaba dispuesto a pagar con todos los sufrimientos por esa felicidad breve y decepcionante. Le alabó por su piedad. Sonrió tristemente y le respondió que si conociese ella el fondo de su alma, retiraría esos cumplidos. Le preguntó ella, como saben hacerlo las mujeres, con seriedad, los ojos fijos en los de él, dando a entender que nada en el mundo le importaba más que conocerlo. Se confió. Se lo confesó todo, su rabia contra Dios y contra ella, su visita al hechicero, su última vacilación: criminal, no había tenido valentía para el crimen. Sabía de sobra, concluyó, que esa confesión acabaría por perderle a los ojos de la joven. Ahora calibraría su indignidad.
—Si tu indignidad fuera tan grande como piensas, le dijo, ¿la Virgen se inclinaría hacia ti para sonreírte?
—La Virgen no se inclina hacia mí y no me sonríe. Esta mañana he permanecido mucho tiempo a los pies de su imagen. Sólo he sentido sequedad y desesperación. Dios y ella me han abandonado, como tengo merecido.
—Nuestra Señora se ha inclinado hacia ti y te ha sonreído. Lo he visto con mis ojos.
Se ensombreció todavía más. La broma le parecía demasiado cruel.
—¿Me crees pues digno de ser favorecido con un milagro?
La joven sonrió:
—Por supuesto que no. Ella no te ha favorecido con ningún milagro. Sólo yo he visto que la Virgen te sonreía. Sin mí, esa sonrisa se te habría escapado. Después de un silencio añadió:
—Sí, la sonrisa iba destinada a ti, pero es a mí a quien la ha mostrado, como un ejemplo y un reproche. ¿Tendría que ser yo más severa que la Madre de Dios? Tú has sido fiel. Ella te ha sonreído y yo te doy mi mano.
Cuentos cristianos de la Edad media
por Michel Zink
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