Natán cuenta la historieta (2 Sam 12, 1-7) del ricachón que lleva a cabo aquel vergonzoso abuso contra un pobre hombre. Y mientras lo cuenta observa las reacciones del rey, quien, según lo va oyendo contar, se va excitando, escandalizando, enfurenciendo cada vez más. Natán, muy hábilmente, calibra los matices de la fábula hasta provocar en David la mayor indignación. Y cuando el rey grita toda su indignación, le señala implacablemente con el dedo y le dice:
-¡Eres tú!
La Palabra de Dios es esencialmente reveladora del pecado. Mi pecado.
Yo, habituado a perderme en las justificaciones, atenuantes, explicaciones cómodas.
Yo, empeñado en descubrir la culpa de los otros y en manifestar mi escándalo.
Yo, dispuesto siempre a minimizar mis faltas hasta hacerlas invisibles, pero volver gigantezcas las de los otros.
Pero en un momento llega la Palabra y me inmobiliza.
-¡Eres tú!
El culpable eres tú y no el otro
Es tu pecado no el del prójimo.
Si quiero descubrir la grandeza del perdón de Dios, debo aceptar antes que nada, dejar echarme en cara, por su palabra. No se puede gustar del perdón, si no se toma lúcidamente conciencia de la propia culpa.
Ten misericordia de mi, ¡Oh Dios! (Salmo 50,1).
Si, ten misericordia de mi, no teniendo ninguna misericordia en revelarme mi pecado.
Solo captando mi pecado como enormidad podré descubrir la enormidad de tu misericordia y de tu perdón.
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