martes, 10 de noviembre de 2009

ALGO QUE OFRECER (9)

9.- ¡Cuánto gozo se siente tener algo que ofrecer a Dios!


Transcurren los días y las dudas siguen asaltándola: ¿será voluntad de Dios que a pesar de todo, prosiga?; ¿Qué arrostre las dificultades que se presentan?, ¿Qué hable con mis superiores?, -se pregunta. De lo que está plenamente convencida es de que el claustro no le ha permitido llevar la vida contemplativa que soñó en un principio. Muchas más horas de oración pudo dedicar en la casa de sus padres, en comparación con el tiempo que le permiten los arduos trabajos manuales que por necesidad, les exige el convento. Por esa razón, ella se cuestiona la posibilidad de emplear todas esas horas de trabajo material en obras de campo misión, para que muchos infieles conozcan y amen al verdadero Dios.

Una nueva tribulación desgarra moralmente a la religiosa; María, su hermana mayor, después de permanecer varios meses en cama, con agudos dolores, se encuentra grave y debe ser sometida a una delicada operación. María Inés sabía de la enfermedad de su hermana y suplicaba a Jesús todos los días en el Sagrario por su salud, y aunque confiaba que pronto se recuperaría, de antemano se somete a su voluntad.

El 19 de abril de 1944 como a las 10:30 de la mañana le permiten hablar por teléfono al Sanatorio Español de la ciudad de México para conocer el resultado de la cirugía. Uno de sus primos toma la bocina y sin más, le comunica que la enfermedad de María no tiene remedio, es un caso perdido. Los médicos no habían podido hacer nada, sólo cerrar la herida de nuevo pues el mal ha invadido ya muchos órganos. El fatal pronóstico habla de unos cuantos días de vida. Las palabras de su primo le provocan casi un desvanecimiento. La pena parece ahogarla. Su madre, su pobre madre de nuevo tendrá que desprenderse de otro ser muy querido; ¿cómo podrá soportarlo?, se pregunta.

Frente al Santísimo brotan abundantemente las lágrimas. A su querida hermana no la verá más. En la soledad de la capilla le ofrece por entero la vida de María y la gran pena de su madre: Tu conoces Señor, mejor que yo, su heroica resignación, su abandono en tus amorosas manos, su abnegado y cristiano corazón. Todas las heridas las ha recibido siempre bendiciéndote, dándote gracias. Es la mujer fuerte del Evangelio. Continúa haciendo oración frente a Jesús Eucaristía cuando le viene la inspiración de escribirle a su hermana y pedirle el generoso sacrifico de su vida.

Con el permiso de su superiora, pide a la Santísima Virgen ponga en su pluma aquello que sea de mayor provecho para el alma de su hermana moribunda, y al Espíritu Santo que vivifique con su divina acción, todo lo que escriba. Completamente conmovida, María Inés le pide a su hermana el sacrificio de su vida por todas las intenciones del Sagrado Corazón y también por el proyecto misional que ya ella conoce. En la post-data le suplica a su madre lea la carta en algún momento favorable y sacrifique su dolor como el gran padre de la fe, Abraham, aquél día en que el Señor le reclama la vida de Isaac.

El 21 de abril, su madre le lee la carta a su hija María con la que, en principio, la propia enferma se entera de que ya no hay esperanza de sanar. Con la garganta anudada, la señora Arias no bien termina de leerla, cuando su hija acepta de inmediato ofrecer cada uno de sus sufrimientos, por los deseos de que muy pronto la Obra misionera sea aceptada.

La agonía de María se prolonga varios días más. Los médicos no se explican la entereza de la muchacha para soportar los dolores que seguramente deber ser terribles. Ningún alimento ni bebida puede tolerar su organismo. Tanto sus parientes como el sacerdote y las religiosas del hospital, quedan convencidas de que se trata de un alma privilegiada. Inspirada por la gran devoción que siente por la Santa Madre de Dios, la enferma repite de día y de noche, sin cesar, jaculatorias y alabanzas.

Este año que la Iglesia celebra el patrocinio de San José, protector de los agonizantes, muere con heroica alegría, María Arias Espinoza. Su madre, como lo había hecho en los casos anteriores, no se mueve de su cabecera y la ayuda a bien morir. Hasta el final, la hija moribunda puede contestar con voz clara y fuerte, todas las oraciones.

Para María Inés, la aceptación de la muerte de su hermana, que antes de aquella carta ignoraba su mal fuese irremediable, representa una esperanza para la realización de la Obra. Como el grano de trigo sepultado en la tierra, pidiendo la germinación, el cuerpo de su hermana se convierte en la primera piedra del edificio espiritual de Obra misional.

María Inés tiene entonces ya la segunda prueba que le había pedido a Dios para reconocer en ella, su voluntad de continuar.

El 5 de mayo, pocos días después de la muerte de María, la madre superiora le entrega una carta cerrada enviada por el vicario de las religiosas. Aunque ella repite sin cesar, antes de abrirla: ¡Fiat! ¡Fiat!, desea intensamente que la respuesta sea de aceptación. Con paternal delicadeza, el padre Oñate le exhorta en la carta a confiar contra toda esperanza para luego exponerle que el señor arzobispo se niega a dar su consentimiento porque considera que ya hay suficientes fundaciones en México y además la escasez de sacerdotes no permite atender a tantas casas religiosas.


Otra vez las dudas y la desesperanza. No obstante María Inés continua con las mismas íntimas disposiciones de confianza y abandono total en Dios. Es, entonces, en esos momentos de prueba, cuando siente una soledad que parece agobiarla profundamente. Aunque sus superioras y los dos sacerdotes jesuitas, a quienes consultaba todas sus inquietudes, apoyan sus ideas; ninguno hace nada en forma efectiva para su realización.

En esa última carta el vicario le recomienda escribir a un obispo de otra diócesis que tenga necesidad de ayuda misional; de esa manera, él mismo solicitaría la probación de una fundación de esas características. Con los debidos permisos, la religiosa escribe al señor obispo de Tepic, al que confía sus proyectos y el deseo de que lo apruebe. La correspondencia entre ellos se prolonga hasta finales de 1944.


Como las circunstancias no revelan ningún avance, la madre abadesa insta a la hermana María Inés a que se entreviste con el obispo de Cuernavaca. Con renovadas esperanzas platica con Monseñor Francisco González Arias y para sorpresa de ella, acoge con entusiasmo su proyecto misional y es él mismo, quien envía las preces a Roma el 3 de diciembre de 1944, fiesta de San Francisco Javier.


La Segunda Guerra Mundial aun no había terminado; la Curia Pontificia tenía muchos asuntos que le preocupaban y el estudio de la solicitud se llevaría tiempo. Mientras tanto el obispo de Cuernavaca le recomienda buscar una casa, pues de ser aprobada dicha solicitud, debe contar con un lugar que pueda convertirse en la sede de la futura fundación.

Las diligencias que esta responsabilidad implica, ya no le permiten continuar con su delicada misión de maestra de novicias y tiene que renunciar a su cargo. Tanto a ella como a sus alumnas les cuesta mucho la separación. Las novicias se habían encariñado con su maestra y no les sería fácil acostumbrarse a una suplente.

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