Un chino, recién ganado para el Cristianismo, yacía gravemente enfermo y próximo a morir. En aquel trance el buen hombre envió a por un sacerdote. Pero como la casa misión se hallaba a una distancia enorme, el mensajero tardó casi tres días en alcanzarla. Correspondió hacerse cargo de aquel servicio al Padre Tremanns, y púsose al punto en camino, llegando, al cabo de otros tres días de viaje, donde estaba el enfermo.
Encontró a éste en tal estado de gravedad, que todo hacía presumir la inminencia del desenlace. Confesóle y administróle la Sagrada Comunión, que recibió con todo su ardor de neófito.
Luego de esto, dijo aquel hombre al sacerdote: “Querido padre, te agradezco con toda el alma lo que por mí has hecho. Atravesaste vastas llanuras y encumbradas montañas para venir en mi auxilio. Ni los rigores de los elementos, ni las fatigas de tan largo camino te arredraron. Ahora, pues, una promesa te hago solemnemente, y todos pueden decirte que sé cumplir lo que prometo: Cuando llegue al Cielo, después de haber prestado a Dios el acatamiento que le corresponde, mi primer acto será pedirle que te bendiga copiosamente, por los desvelos y afanes que conmigo has tenido.”
Estas muestras de agradecimiento de un espíritu sencillo y pueril emocionaron en gran manera al misionero, y bastaron a recompensarle crecidamente las incomodidades y sinsabores de tan fatigoso viaje.
Todos los cristianos deberíamos tener siempre muy presentes los favores que debemos a los sacerdotes, y por los que ellos no recibirán recompensa mundana alguna. De esta manera nos inclinaríamos más y más a quererlos y respetarlos.
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