Después de una nueva valoración médica, el oncólogo inicia una terapia intensiva cuyo objeto es desinflamar las cavidades que envuelven el tumor. El tratamiento da resultado y la Madre Inés experimenta un cambio. El 16 de febrero, dicta una carta que dirige “A todas mis queridas hijas esparcidas en los cinco continentes, para dar gloria a Dios” Les habla de su enfermedad como un regalo divino, como una manera muy especial para alcanzar la salvación personal y la de muchas almas. Las tranquiliza cuando les dice: “… a todas las quiero bien dispuestas a lo que la voluntad de Dios permita, sea lo que sea, a nosotras toca decirle como mi Madre Santísima y con su ayuda, el Fiat total que ella supo dar en toda su vida y digámosle también a nuestro Padre, “me pongo en tus manos”.
Los meses que siguen son de intensa oración y sacrifico para toda la Congregación diseminada en los cinco continentes. El deterioro físico de la fundadora va acompañado de periodos de terribles dolores que parecen interminables. Pero de pronto, algunos días, la Madre Inés vuelve a ser la misma de siempre, bromea con sus hijas, les cuenta algunos chistes y hasta repite trabalenguas para hacerlas reír. Ella ve en los ojos de sus hijas el sufrimiento de la impotencia, y busca consolarlas restándole dramatismo a la experiencia de convivir con una enferma en fase terminal.
El 21 de Junio, las primeras vocaciones del Japón, las hermanas, Francisca Honda y Consuelo Hattori, celebran sus veinticinco años de votos. Veinticinco años de entrega callada y silenciosa; de una donación sin ruido que se convierte, por gracia divina, en grito, en palabra proclamada a los hermanos del Japón. En esta misma fiesta renuevan sus votos además una religiosa indonesiana, una española y una italiana. Para la ceremonia son invitados los embajadores de Indonesia y Japón, así como distintas personalidades del extranjero, por lo que cada una de ellas repite sus promesas en su lengua materna. Al final, el párroco del barrio que preside la celebración, visiblemente emocionado, se pone de pie y declara: “… no puedo quedarme callado, quiero dar las gracias por este momento celestial, por este nuevo Pentecostés. Los caminos de Dios son maravillosos. Quién iba a pensar o imaginar que nuestra parroquia vibraría con tanta fuerza como lo vemos ahora. Hombres y mujeres de diferentes razas y pueblos están aquí cantando al unísono la misma fe de Cristo”.
Al terminar la misa, las religiosas se dirigen a la habitación de su fundadora y se arrodillan alrededor de su lecho. Todas colocan su mano sobre el brazo de la enferma y renuevan a coro sus votos. En un momento de fuerte emoción para todas, la Madre Inés les exhorta: Amen a Dios sobre todas las cosas con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas y sirvan al prójimo desde el abismo de la nada.
Un día después, aniversario de la Transformación, las religiosas deciden celebrarlo en la intimidad de la oración y la reflexión. Todas alrededor de su madre tan amada, se renuevan como misioneras y prometen ser fieles a Dios y a la Congregación. La Madre Inés, feliz dentro de su postración, tiene palabras de cariño y simpatía para cada una, recordándoles incluso en esos momentos, anécdotas muy personales. Su mente permanece intacta.
Las semanas que siguen son testimonio de experiencias difíciles de narrar. Llegan hermanas de Nigeria, y de Sierra Leona; impacientes desean abrazar a su madre Inés y relatarle los esfuerzos de la misión, las penas y alegrías del trabajo en la selva africana. Pero ya no es posible, el lenguaje vivaz y travieso de Madre Inés, se traduce en miradas silenciosas que quisieran ser gritos de esperanza para cada una de sus hijas. Cuando le cuentan que precisamente en esos días se bautizan en Sierra Leona veintisiete alumnas de la secundaria, la Madre se reanima, abre un poco más sus ojos, y se escucha débilmente: ¡Que Hermoso!
Cada día de julio, roba hálitos de vida a la Madre fundadora. En medio de dolores indescriptibles y un agotamiento total, se debate el cuerpo de la religiosa, siempre consciente.
El 22 de Julio, a las cinco y media de la tarde, después de practicarle unas inhalaciones, la madre Vicaria le lleva sus alimentos. Después de dos horas de esforzarse para que comiera le dice: “Por fin nuestra madre ya terminamos”, y la madre Inés le contesta en tono solemne, con una doble y trascendente significación, como si supiera que serían sus últimas: Sí, hemos terminado gracias a Dios.
Varias hermanas ayudan a recostarla. La Madre Inés empieza a respirar con dificultad; después de unos momentos de asfixia, hace un esfuerzo por alcanzar el aire y la madre Teresa Botello se da cuenta que está muriendo. Algunas religiosas corren por el agua bautismal y el Cirio Pascual a la capilla. Mientras unas rezan el Magníficat, otras recitan algunas jaculatorias y otra le da masaje al corazón. Cinco minutos después llegan el doctor y el sacerdote.
El médico toma la presión, examina el corazón y las pupilas. Vuelve su mirada a la madre Vicaria y con una señal confirma su muerte. El padre da la absolución y reza el responsorio. La Unción de los Enfermos ya le había sido administrada tiempo atrás. Todas con el llanto en el alma, pero llenas de gratitud, rezan un Te Deum y caen de rodillas. La madre Vicaria con el corazón destrozado abraza el cuerpo de la Madre Inés y le dice: “Ahora si nuestra madre, ya nos conoces tal cual somos, por eso nos vas a ayudar a cada una en lo que necesitamos.”
Después de arreglarla, la trasladan entre varias hermanas y en una mesa sobre un lienzo blanco, acomodan el cuerpo de fundadora con su hábito, su velo y una gladiola blanca entre sus manos. Luce impecable, llena de la paz que pueden alcanzar quienes han vivido siempre de acuerdo a la voluntad de Dios.
A muy pocas horas de su muerte se inicia un desfile de grandes personalidades de la iglesia de Roma.
Tanto obispos como cardenales se arrodillan ante el cuerpo de la religiosa, con manifiesta humildad y veneración. Los cardenales Agnello Rossi, Sebastian Baggio y Eduardo Pironio dirigen hermosas palabras de consuelo a la Congregación de Misioneras Clarisas. Todas declaran públicamente la enorme admiración que siente por ella y su Obra.
El cuerpo de la madre María Inés Teresa Arias permanece expuesto sesenta y tres horas antes de sepultarlo. Sin preparación ni maquillaje, su rostro inerte luce siempre en perfectas condiciones. Ni los médicos ni los monseñores se explican su resistencia y el perfume que exhala, pese a ser pleno verano.
Leticia Magdalena Hernández Marín del Campo
Vanclarista
Monterrey, Nuevo León, México
08 de marzo de 2001
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