sábado, 5 de junio de 2010

TIEMPO DE SUFRIMIENTO Y AMOR


Dos días después, con toda la emoción a flor de piel, desbordado de alegría, María Inés Teresa Arias dicta una carta dirigida a todas sus “queridas hijas esparcidas por el mundo”, como la epígrafe: “Mi espíritu se goza, en Dios, mi Salvador”. Describe detalle a detalle cada momento de la audiencia, resaltándoles sobre todo, el que ella las ha tenido presentes durante esos sublimes momentos. Les da a conocer que la bendición papal se ha extendido a todas las casas y misiones de la Congregación esparcidas por el mundo, como un regalo muy especial.

El 12 de diciembre, el día exacto de las bodas de oro, se celebra una solemne misa concelebrada por tres monseñores muy allegados a la comunidad. La madre Inés, debido a su enfermedad, dormía de manera intermitente. Ese día despierta después de la media noche, y cuando pregunta la hora y sabe que ya es la madrugada del día 12, estalla de alegría y exclama: “¡Felicidades, Madre Mía! ¡Que bella estás, ya te he ido a saludar a la colina del Tepeyac, toda radiante de gloria!”. Después de decir estas palabras, abraza a la madre Teresita Botello plena de gozo espiritual. Tal parece – comenta después la madre Vicaria a las demás religiosas – que nuestra madrecita ha visto a la Santísima Virgen de Guadalupe, tal y como se le apareció a Juan Diego. ¡Bendito sea Dios!. La Madre Inés hace un esfuerzo sobrehumano para acercarse al altar por su propio pie y recibir la comunión. A todos los presentes les conmueve el valor y la generosidad de esta mujer tan enferma y a la vez, tan llena de agradecimiento y devoción.

Después de la Comunión, uno de los celebrantes da lectura a un telegrama enviado por la Secretaría de Estado del Vaticano en el que se le felicita por sus bodas de oro de profesión religiosa; además se notifica que su Santidad ha enviado una Bendición Apostólica extensiva a familiares, hermanas de comunidad y asistentes.

Al terminar la ceremonia, todo está dispuesto para la comida. Además de los concelebrantes, se suman tres obispos más que llegan de improviso a celebrar con las misioneras clarisas el día 12 de Diciembre. Todos ellos comparten entre sí la enorme admiración y cariño que les inspira la fundadora. Algunos de ellos coinciden en lo mucho que su vida sacerdotal se ha enriquecido con el ejemplo de la Madre Inés; otros, como el padre Gabriel Ferlisi y el padre Roberto, consideran como una gracia especial de Dios, el haberla conocido.

De todas las casas llaman por teléfono para felicitar a su querida fundadora y aportan así su parte de felicidad en ese maravilloso día. Por la noche, después de descansar unas horas, la Madre Inés llama a sus hijas para compartirles los goces que la Santísima Virgen le ha obsequiado. Les dirige un espontáneo discurso que se convierte en un verdadero testamento espiritual: Quisiera decirles que ya es ésta la última etapa de mi vida; no sé cuánto va a durar, sólo Dios lo sabe y estoy en sus manos; pero les dejo una Comunidad por la misericordia de Nuestro Señor y el esfuerzo de ustedes, todas unidas en el mismo espíritu, con los mismos anhelos de santificación, de comprar almas para el cielo, de glorificar a Dios, así salvándole almas, aprovechando todo lo que Él hace en cada una de dolor, de alegría, de sufrimiento; llenas de fe siempre, llenas de su amor. Para terminar, con absoluta confianza agrega; No sé cuando llegará mi hora. Cuando Dios quiera, ni antes ni después la deseo, sino a la hora precisa que Él quiera, cuando quiera, en la forma que quiera…” Después de esa significativa alocución, la Madre Inés empieza un período muy difícil de su enfermedad. La intensidad del dolor la deja en un estado de decaimiento y debilidad que la obliga a permanecer en un sillón donde pasa los días y las noches. Una infección en la garganta y en el esófago le impiden alimentarse; apenas si puede pasar saliva. Sus defensas se reducen prácticamente a cero, por lo que sólo algunas contadas personas pueden estar en contacto con ella. No obstante, una de las religiosas que la cuida la describe así, en una carta: “Nuestra Madre está viviendo con una lucidez extraordinaria la soledad de su calvario. Jamás adopta una actitud de víctima con cara patética. Siempre con la misma sencillez, la misma naturalidad, la misma sonrisa inspiradora de paz. Vive todos los días en íntima unión con Dios. En fin, lo extraordinario parece en ella, ordinario.”


El 3 de enero de 1981, la madre parece agravarse. Ese día todo está listo para la profesión perpetua de una de las religiosas. La joven profesa había viajado de Pamplona a Roma, pues su mayor deseo era hacer sus votos frente a su Superiora General. En el último momento se toma la decisión de celebrar el acto principal en la intimidad de su lecho, y no en la capilla como era costumbre. Como si en su declaración hubiera unido las voces de toda la congregación, la profesa coloca sus manos entre las afiebradas manos de la enferma, y resume con palabras llenas de emoción, lo importante que ha sido para ellas su ejemplar espíritu misionero y apostólico. Después de esos momentos conmovedores, donde parecía imposible contener las lágrimas, la madre Inés, que apenas puede pronunciar palabra, les dice: Esta profesión es el fruto de una noche de terribles dolores de muerte….

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