jueves, 28 de octubre de 2010

IGLESIA DISCUTIBLE

Qué discutible eres, Iglesia y, sin embargo, cuánto te quiero. Cuánto me has hecho sufrir y, sin embargo, cuánto te debo. Quisiera verte destruida y, sin embargo, tengo necesidad de tu presencia. Me has escandalizado mucho y, sin embargo, me has hecho entender la santidad.

Nada he visto en el mundo más oscurantista, más poco comprometido, más falso y nada he tocado más puro, más generoso, más bello. Cuántas veces he tenido ganas de cerrar en tu cara la puerta de mi alma y cuántas veces he pedido poder morir entre tus brazos seguros. No, no puedo librarme de ti, porque soy tú, aún no siendo completamente tú. Y después ¿a dónde iría? ¿A construir otra? Pero no podré construirla sino con los mismos defectos, con los míos que llevo dentro. Y si la construyo, será mi Iglesia no la de Cristo. Soy bastante mayor para entender que no soy mejor que los demás.

El otro día un amigo ha escrito una carta a un periódico: “Dejo la Iglesia porque por su compromiso con los ricos no es ya creíble”. Me da pena. O es un sentimental que no tiene experiencia y lo disculpo, o es un orgulloso que se cree mejor que los demás. Ninguno de nosotros es creíble mientras esté en esta tierra. San Francisco gritaba: “Tú me crees santo y no sabes que puedo aún tener hijos con una prostituta, si Cristo no me sostiene”.

MISTERIO IMPENETRABLE

La credibilidad no es de los hombres, es sólo de Dios y de Cristo. De los hombres es la debilidad y acaso la buena voluntad de hacer algo bueno con la ayuda de la gracia que brota de las venas invisibles de la Iglesia visible.

¿Acaso la Iglesia de Jerusalén era más creíble que la de Roma? Cuando Pablo llegó a Jerusalén llevando en el corazón su sed de universalidad al viento de su potente soplo carismático, ¿acaso los discursos de Santiago sobre la circuncisión o la debilidad de Pedro que se entretenía con los ricos de entonces (los hijos de Abraham) y que daba el escándalo de comer sólo con los puros, pudieron hacerle dudar sobre la autenticidad de la Iglesia, que Cristo había fundado fresca y darle ganas de ir a fundar otra en Antioquía o Tarso? ¿Acaso santa Catalina de Siena, viendo al Papa que hacía –¡y cómo lo hacía!- una sucia política contra su ciudad, la ciudad de su corazón, podía venirle a la cabeza la idea de ir a las colinas sienesas, transparentes como el cielo, y hacer otra iglesia más transparente que la de Roma llena de pecados y políticamente? No, no lo creo, porque tanto Pablo como Catalina sabían distinguir entre las personas que componen la Iglesia –“el personal de la Iglesia” diría Maritain- y esta sociedad humana llamada Iglesia, que a diferencia de todas las demás colectividades humanas “ha recibido de Dios una personalidad sobrenatural santa, inmaculada, pura, indefectible, amada como esposa de Cristo y digna, de ser amada por mí como madre dulcísima”.

Aquí está el misterio de la Iglesia de Cristo, verdadero misterio impenetrable. Tiene el poder de darme la santidad y está formada toda ella, del primero al último, de pecadores y ¡qué pecadores! Tiene la fe omnipotente e invencible para renovar el misterio eucarístico y está compuesta de hombres débiles que están perplejos y se debaten cada día contra la tentación de perder la fe. Lleva un mensaje de pura transparencia y está encarnada en una masa sucia, como es sucio el mundo. Habla de la dulzura del Maestro, de su no-violencia y en la historia ha mandado ejércitos a destruir infieles y torturar herejes. Transmite un mensaje de evangélica pobreza y busca dinero y alianzas con los poderosos.

Los que sueñan cosas diversas de esta realidad no hacen sino perder el tiempo y comenzar siempre de nuevo. Demuestran que no han entendido al hombre. Porque así es el hombre como lo hace visible la Iglesia, en su maldad y al mismo tiempo en su valentía invencible que la fe en Cristo le ha dado y la caridad de Cristo le hace vivir. Cuando yo era joven no entendía por qué Jesús, no obstante la negación de Pedro, lo quiere jefe, su sucesor, primer Papa.

NO ME VOY DE ESTA IGLESIA

Ahora no me extraño y comprendo mejor que haber fundado la Iglesia sobre la tumba de un traidor, de un hombre que se asusta por el chismorreo de una sirvienta, era una advertencia continua para mantenernos en la conciencia de la propia fragilidad.

No, no me voy de esta Iglesia fundada sobre una piedra tan débil, porque fundaría otra sobre una piedra aún más débil, que soy yo. ¿pero qué cuentan las piedras? Lo que cuenta es la promesa de Cristo, lo que cuenta es el cemento que une las piedras, que es el Espíritu Santo.

Sólo el Espíritu Santo es capaz de hacer la Iglesia con piedras mal cortadas que somos nosotros. Sólo el Espíritu Santo puede mantenernos unidos, no obstante nosotros, no obstante la fuerza centrífuga de nuestro orgullo sin límites.

Aquí está el misterio más grande de la Iglesia al que renuncio cuando cierro mi corazón al hermano enemigo erigiéndome en juez de la asamblea de los hijos de Dios. Y el misterio está aquí. Esta amalgama de bien y mal, de grandeza y de miseria, de santidad y de pecado que es la Iglesia que en el fondo soy yo. Si ninguno de los que vivimos, de los que estamos en la Iglesia podemos llamarnos “Iglesia” porque la realidad Iglesia nos supera, cada uno de nosotros puede sentir con temblor y con infinito gozo que cuanto ocurre en la relación Dios-Iglesia es algo que pertenece a lo íntimo. En cada uno de nosotros repercuten las amenazas y la dulzura con que Dios trata a su pueblo de Israel, la Iglesia.

DIOS ES MÁS GRANDE

A cada uno de nosotros Dios le dice como a la Iglesia: “Yo te haré mi esposa para siempre” (Os 2, 21); pero al mismo tiempo nos recuerda nuestra realidad: “Tu impureza es como la herrumbre. He querido limpiarla, trabajo inútil. Es tan abundante que no se quita ni con el fuego” (Ez 24, 12). Basta leer los profetas para comprender que cuanto Dios dice a su pueblo, a Israel, lo dice a cada uno de nosotros. Si las amenazas son numerosas y la violencia del castigo grande, más numerosas son las palabras de amor y más grande en su misericordia. Diré, pensando en la Iglesia y en mi pobre alma, que Dios es más grande que nuestra debilidad.

Pero hay algo aún más bello. El Espíritu Santo, que es el Amor, es capaz de hacernos santos, inmaculados, bellos, aún vestidos de bribones y adúlteros. El perdón de Dios, cuando llega, hace transparente a Zaqueo y al publicano y hace inmaculada a Magdalena, la pecadora. Es como si el mal no hubiese podido tocar la profundidad metafísica del hombre. Es como si el Amor hubiese impedido pudrirse al alma alejada del amor.

“Yo he echado tus pecados sobre mis espaldas”, dice Dios a cada uno de nosotros y continúa: “Te he amado con amor eterno, por eso te prolongué mi favor. Volveré a edificarte y serás edificada, virgen de Israel” (Jer 31, 3-4). Nos llama “vírgenes” aun cuando estemos de retorno de la enésima prostitución en el cuerpo, en el espíritu y en el corazón. En esto, Dios es verdaderamente Dios, el único capaz de hacer las “cosas nuevas”. Porque no me importa que él haga los cielos y la tierra nuevos, es más necesario que haga “nuevos” nuestros corazones. Y éste es el trabajo de Cristo. Y éste es el ambiente divino de la Iglesia ¿Quieres impedir este “hacer nuevos los corazones” abandonando la asamblea del pueblo de Dios? ¿o quieres, buscando otro lugar más seguro, ponerte en peligro de perder el Espíritu?

 EL AUTOR
Carlos Carreto es uno de los autores de espiritualidad más leídos actualmente. Libros suyos tan famosos como “Familia, pequeña Iglesia”, “Cartas en el Desierto”, “Lo que importa es amar”, “Yo Francisco”, etc. Han recorrido el mundo entero alimentando a millones de almas hambrientas de Dios.

El autor del presente escrito sabe muy bien de qué habla. Pocas personas de este siglo han tenido una experiencia tan profunda de lo que es la Iglesia como él. En su juventud fue militante de la Juventud Católica Italiana, de la que llegó a ser presidente. Siendo antítesis viviente del fascismo y del nazismo, éstos sistemas perversos que entonces dominaban su patria, lo persiguieron a muerte. A los 44 años su vida da un viraje hacia la contemplación. Se retira entonces durante diez años al desierto del Sahara. Al volver a Italia fundó un centro de oración desde el cual, sin menoscabo de su vocación contemplativa, siguió con ojo crítico –y cargado de amor a la vez- las vicisitudes del mundo y de la Iglesia posconciliar. El Señor lo llamó a la Patria definitiva en octubre de 1988.
P. Dizán Vázquez

1 comentario:

  1. Para convencer y nunca abandonar. Muy profundo todo el texto. En la gloria está su autor. Gracias Josefina Rojo por darlo a conocer.

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