viernes, 16 de octubre de 2009

ME LLAMÓ A SER MADRE DE UNA FAMILIA MISIONERA (7)

7. Biografía de Madre María Inés Teresa Arias

Las palabras que escucha el día de su profesión temporal en 1930, continúan circulando en su mente y en su corazón; pero su vida en el claustro transcurre con normalidad. La semilla misionera madura lentamente, en espera de una manifestación clara de la voluntad de Dios.

Durante los años siguientes, su deseo de “ser misionera en la realidad de la palabra”, es cada vez más intenso, hasta volverse casi en una obsesión. En 1935 comunica sus intenciones a su director espiritual, el padre jesuita Rafael Martínez del Campo. Tanto él como sor Inmaculada Ochoa le aconsejan que tenga paciencia pues los tiempos no son en absoluto favorables. Tampoco es prudente mortificar a la madre abadesa pues se encuentra enferma de gravedad.

Mientras tanto continúa viviendo en fidelidad y obediencia, sin perder jamás la calma y confiando en el Señor mostrará el camino en el momento indicado. María Inés se dedica por entero a ser útil a su comunidad y se preocupa especialmente por asistir en su enfermedad a la madre Teresa Vázquez, hasta el desenlace final en 1939.

Al año siguiente, comunica a la nueva abadesa, su intención de fundar una congregación misionera. La superiora viendo con agrado los deseos de la hermana María Inés, decide concertarle una cita con el arzobispo de México, monseñor Luis María Martínez. Inmediatamente después de celebrada la entrevista, el arzobispo remite al vicario de religiosas la solicitud de la fundación para estudiarla debidamente.

Después de seis meses, el único comunicado que se recibe es una escueta respuesta que argumenta la negativa, en los difíciles momentos históricos que hacen imposible la fundación. No obstante, la hermana acepta con tranquilidad la voluntad de Dios y se interesa en solucionar un nuevo problema que enfrenta la comunidad del Ave María: necesitan un verdadero convento, pues debido a la intolerancia religiosa que había persistido, estaban viviendo en condiciones muy difíciles.

Con enormes sacrificios y la ayuda económica de su cuñado, José María Suárez, la hermana María Inés consigue una vieja casa que se convertirá después, en un digno monasterio. Durante más de un año trabaja como directora de obras, teniendo que librar infinidad de inconvenientes, sobre todo desde el punto de vista económico. Terminar la construcción de la capilla, la enfermería y el cuarto de la portera es una verdadera odisea. Para la madre María Inés, ferviente devota de la Divina Providencia, no hay obstáculo insalvable. De no conseguir bienhechores sale a pedir limosna y cuando la situación parece insuperable, siempre está su cuñado dispuesto a aportar generosamente lo que es necesario para salir adelante.

No menos admirable es el entusiasmo que la motiva a catequizar a los albañiles. Después de satisfacer las necesidades de sus estómagos, les da a probar el alimento espiritual y los prepara para los sacramentos que aún no han recibido. Quienes la rodean reconocen en esta religiosa una espiritualidad sublime, con gran capacidad para la introspección y el misticismo; pero sobresale de una manera especial, la mujer sencilla, natural y práctica, capaz de interesarse en el más insignificante detalle.
La capilla, por fin, es concluida, y para quien había estado pendiente de cada peldaño, aquello le parece “cosa del cielo”. Es tanta la emoción de la hermana María Inés, que se le ocurre sugerir a la madre superiora que sea el propio Arzobispo quien celebre una misa Pontifical para su inauguración. Aunque esto parece un atrevimiento, pues jamás se había hecho cosa igual para una capilla de monjas, la superiora manda la invitación. La sorpresa es mayúscula, pues muy pronto el arzobispo en persona les llama por teléfono para preguntar la fecha.
Una hermosa pintura de la Anunciación enmarca el fondo de la capilla y el coro de las hermanas del Ave María entonan la Segunda Pontifical de Perosi. La emoción de las hermanas no tiene límite; por fin ven realizado un sueño muy esperado. El señor arzobispo, terminada la solemne ceremonia manifiesta su satisfacción de haber escuchado una misa tan difícil en voces tan especiales.
Días después, el vicario de religiosas, comenta a la madre superiora que monseñor Luis María Martínez le ha preguntado sobre la proyectada fundación. La madre Inés no sale de su asombro pues ella había dejado de insistir, hasta ver manifestada claramente la voluntad de Dios. A partir de ese momento es la fe en la Divina Providencia la que sostiene el largo camino de obstáculos que se tienen que librar para llevar a cabo la futura obra.

Una dolorosa prueba tiene que superar de nuevo esta religiosa: la muerte de su amado padre, el 26 de abril de 1942. Aquel honrado juez, incapaz de ganarse un solo enemigo, muere como había vivido; sin penosa agonía, sin quejas; sólo una angustiosa sed, semejante a la que había sentido Jesús antes de expirar en la cruz. ¿Acaso este cristiano ejemplar había suplicado, en sus conversaciones íntimas con el Salvador, poder compartir en sus últimos días de vida, alguno de los insoportables sufrimientos de su terrible muerte?

Don Eustaquio alcanza a bendecir muchas veces a cada una de sus hijas, y sobre todo a su esposa, a quien había amado profundamente. Quienes le conocieron afirmaban que este hombre extraordinario había llevado una vida que lo acercaba, en mucho a la santidad. Desde pequeño, aunque había perdido a su madre a los dos años de edad, siempre se sintió atraído hacia las cosas de Dios y de la Iglesia: Si quisiera escribir los hechos virtuosos de sus vida, tendría que escribir un libro, ¡tantos conservo en la memoria!” comenta su hija María Inés, después de su muerte.

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