(6.1) María Inés Teresa Arias
El 14 de diciembre de 1933, cuando la Iglesia Universal celebra el Año Santo de la Redención, Manuelita, con el nuevo nombre que adopta para siempre, emite sus votos perpetuos. Para María Inés Teresa Arias llega por fin el día de sus desposorios. En su diario, salpicado de poesía, describe los sentimientos e íntimas reflexiones que la embargan: Ve Señor, ¡Cómo mi alma sólo a ti desea! Tu corazón divino será el centro y morada del mío; tu Eucaristía, el blanco de mis pensamientos y de los dardos de mi amor; mi refugio, tu sagrario. Yo seré tu consuelo y mi consuelo tu serás.
De nuevo, María Inés Teresa no comparte con sus seres queridos este acontecimiento personal. Por razones adversas ninguno puede estar presente. Ella sabe que con esos votos está dejando todo para siempre. Se le desgarra el corazón por un lado, al recordar el cariño y la ternura de sus padres tan amados. Renunciar a ellos le parece el sacrificio más grande. Pero, por otro, es su amor a Jesús, lo que la mueve a semejante donación. No pueden ser más elocuentes sus propias palabras: Gracias te doy Jesús, muy sinceras por esto tragos de amargura que me has hecho apurar, mi corazón ha rebosado de ella y se ha sentido muy feliz de tener esto que ofrecerte. Ha habido momentos que te he dicho: si es posible pase de mí este cáliz…pero al momento, qué bueno Jesús que puedo sufrir esto por tu amor; que puedo soportar por Ti, el dardo que hiere la fibra de mi amor. Si tú Jesús, divino Prometido mío, vas a permitir, que por un conjunto de circunstancias dolorosas que ninguno de los míos, ninguno de los que amo, ninguno de los que están unidos con los vínculos de la sangre, presencie nuestros desposorios y me dejas en esta soledad; es, lo presiente, Jesús dulcísimo, porque quieres tú hacer sus veces en todo y llenar mi corazón de tus gracias.
El Sr. Arzobispo de México, Don Pascual Díaz, personalmente admite su profesión perpetua. María Inés no olvida las palabras del prelado que ha vivido muy de cerca las arremetidas contra todo lo que su investidura representa. Con profunda emoción el ilustre sacerdote le insta como nueva esposa de Jesucristo, al sacrificio y a la oración en la soledad de su convento, para que en la Santa Iglesia reine de nuevo la paz. Esto aviva más a la joven, sus ansias de trabajar y unirse a las intenciones de su pastor. De pronto le parece muy claro el papel tan importante y esperanzador de ellas, las religiosas.
La alegría de ese día, sin embargo, contrastaba con el sufrimiento que la había perturbado la víspera de sus votos. Pocos días antes de la ceremonia de profesión, una circunstancia, que para muchos podrían parecer insignificante, repercute enormemente en el ánimo de la futura profesa. Se encuentra María Inés dedicada a la oración en la capilla cuando con voz irritada, la madre superiora la obliga a salir. El enojo y reclamación de su superiora se debe a que María Inés había calentado agua para lavarse los pies sin autorización. Por llevarlos desnudos, protegidos tan sólo por unas escuetas sandalias, las jóvenes se ven en la necesidad de lavarlos a menudo; pero el agua que se calienta para eso, no alcanzaba para todas. Como era el mes de diciembre y hacía mucho frío, María Inés, al ver el bote vacío y darse cuenta de que el agua del grifo sale heladísima, se dispone a calentar un poco pues teme enfermarse de la garganta. Esto exaspera a la madre superiora, y aunque la joven intenta disculparse, la hermana la reprende con voz cada vez más fuerte. Palabras como "religiosa incapaz", "monja insubordinada" fueron sólo algunas de las frases que hieren profundamente a la novicia; pero es el colofón que pone fin al mal rato, lo que la deja fría como una estatua: "Estoy tan arrepentida de haberla admitido a la profesión que no sé que hacer". Aquello traspasa como una espada su corazón.
Los pensamientos y sentimientos que la invaden son desconsoladores. ¿Acaso los reglamentos son más importantes que las personas?, se pregunta por un lado, para inmediatamente asumir humildemente su culpa y justificar el proceder de su superiora. En la intimidad del sagrario, como siempre, encuentra su refugio y pide perdón por haber causado el enojo de la hermana a quien debe obediencia plena. Segura y confiada de que está en la presencia del Altísimo, de Aquél que la ha elegido para sí con todas sus miserias y cuya misericordia es infinita. La joven se llena de paz y esa noche escribe en su diario: ¡Oh, cuán bueno es el Señor! Quien no acude en sus amarguras y en sus ansiedades, no dudo que se desespere, porque hay sufrimientos en la vida tan grandes, tan intensos que sólo la religión puede consolar.
Muchas humillaciones debe soportar la religiosa a lo largo de toda su vida, pero siempre sabe sumergirse en el infinito mar de la misericordia del Señor; y de cada experiencia infortunada aprende a salir cada vez más robustecida en la fe y dispuesta, con mejores armas, a luchar contra cualquier obstáculo que pueda perturbar la paz interior.
San José, San Francisco, Santa Clara y Santa Teresita son su fuente de inspiración diaria. El ejemplo de sus vidas la hace plantearse la posibilidad de ser santa. Para llegar a serlo, ella se imagina, al igual que Santa Teresita.... una gran escalera que debe ascender peldaño por peldaño. Sabe que necesita todas las virtudes y para eso trabajará en la oración y el sacrificio cada día de su vida.
Los Ejercicios Espirituales de septiembre de 1934 la conmueven hasta la médula. De sus propósitos inspirados en uno de los temas, María Inés deja constancia por escrito del ideal que la motivará siempre: Hoy, en la meditación de la Resurrección del Señor, con grandes ansias pedí la transformación total, llena de confianza, sumergida en las misericordias de mi Dios “ empezar a ser santa”.
Para sobrellevar la difícil situación económica, las religiosas realizan varias actividades. La hermana María Inés si bien combina el trabajo de sacristana y mecanógrafa, también dedica tiempo al lavado de ropa y a la elaboración de pan, pues la comunidad empieza a vender repostería. A pesar de sus múltiples ocupaciones nunca falta a los rezos en comunidad, ni descuida los oficios religiosos. La vida de esta monjita transcurre entre el trabajo físico y la oración.
Su espíritu emprendedor y optimista, así como el interés que siempre muestra por tratar de solucionar los problemas del convento, no siempre son considerados como cualidades por su superiora. Entre la madre abadesa y la hermana María Inés, surgen a menudo malos entendidos. Otra de las religiosas, testigo de ciertas situaciones, declararía a este respecto, lo siguiente: “se quisieron, más no se comprendieron”.
María Inés siempre lucha por salir ilesa de las rivalidades y humillaciones que tiene que sufrir en diferentes etapas de su vida. Jamás duda del inmenso amor que Jesús siente por ella. Pero la razón principal que la mueve desde aquél día de su conversión es el deseo de salvar almas. Su espíritu misionero nace al mismo tiempo que su vocación religiosa, por eso de allí en adelante su entrega se convierte en una alcancía que guardará monedas para comprar almas, muchas almas.
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