En el año 1604, en una ciudad de Flandes, vivían dos jóvenes estudiantes, que en vez de dedicarse a los estudios, se lo pasaban en borracheras y deshonestidades. Una de tantas noches, habiendo estado pecando en casa de una mujer de mala vida, uno de ellos llamado Ricardo, se fue a su casa, el otro se quedó más tiempo. Llegado a casa Ricardo, mientras se desvestía para acostarse, se acordó de que no había rezado aún el Ave María a la Virgen, como acostumbraba. Se caía de sueño, por lo que le costó mucho rezar, pero haciendo un esfuerzo rezó, aunque sin devoción y medio dormido. Luego se acostó; y estando en el primer sueño, sintió llamar fuerte a la puerta, e inmediatamente después, sin que se abriera la puerta, vio ante sí a su compañero, desfigurado y horrible. “¿Quién eres?”, le dijo. “¿No me reconoces?”, le respondió la aparición. “Pero ¿cómo estás tan cambiado? ¡Si pareces un demonio?” “¡Desgraciado de mí! ¡Estoy condenado!”, gritó el infeliz. “¿Cómo?” “Al salir de aquella casa infame un demonio me ahogó. Mi cuerpo está en medio de la calle y mi alma en el infierno. Y has de saber que el mismo castigo estaba preparado para ti, pero la Virgen, por ese pequeño obsequio del Ave María, te ha librado. ¡Feliz tú, si sabes aprovechar este aviso que por mi medio te manda la Madre de Dios!” Y dicho esto desapareció. Ricardo, deshecho en llanto, se arrojó de la cama postrándose en el suelo para dar gracias a María su libertadora. Y estando meditando en cambiar de vida, oyó la campana de los franciscanos que tocaba a maitines. Se dijo: Ahí me llama Dios a hacer penitencia. Marchó inmediatamente al convento a rogar a los padres que lo recibieran. Ellos no querían hacerle caso conociendo su vida tan desordenada; pero él, hecho un mar de lágrimas, les contó cuanto acababa de suceder. Marcharon los padres a aquella calle, y, en verdad, encontraron el cadáver del joven con muestras de haber sido ahogado y negro como un carbón. Entonces lo recibieron. Ricardo, de ahí en adelante se entregó a una vida ejemplar. Fue a las Indias y a predicar el Evangelio; de allí pasó al Japón; y tuvo la gracia de morir mártir de Jesucristo, siendo quemado vivo.
Fuente: Las Glorias de María. San Alfonso María de Ligorio
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