Es una hermosa tarde del mes de junio, día de la fiesta del Sagrado Corazón, cuando Manuelita se consagra a Jesús y a María. Por fin puede entrar al monasterio. El estado anímico que la embarga en ese inicio de su postulantado queda descrito en las siguientes líneas: La tarde era espléndida, llena de luz y alegría. Mi alma irradiaba dicha; parecía que la felicidad pugnaba por salir de todos los poros de mi cuerpo. ¡Había logrado después de una serie de pruebas y sufrimientos, lo que tanto anhelaba mi corazón! ¡Iba a ser por fin, para siempre de Jesús!
A los veinticinco años, madura y consciente, se encuentra frente a la decisión más importante de su vida. Con voluntad firme renuncia a todos los intereses del mundo exterior y de forma plena, irrevocable y particularmente dichosa, se abraza a una comunidad caracterizada por su austeridad y mortificación. La motivación principal de seguir ese camino es su convencimiento de que a través de la oración y el sacrificio ella puede comprarle muchas almas a Jesús.
La ceremonia aunque privada es muy solemne; por desgracia ni sus padres ni sus hermanas pueden acompañarla. En una pequeña capilla, cuatro sacerdotes encabezados por Monseñor Don Manuel Aspeitia Palomar entonan con hermosa voz el Veni Creator, para dar luego lectura a su consagración. Al finalizar el acto, la nueva postulante sube por la escalera que la conduce al claustro y con un pañuelo blanco se despide de quienes han sido testigos de su oblación. A partir de ese momento sabe que ha renunciado por su propia voluntad, a los afectos más caros, a la vida íntima de familia, de amistades y de cualquier gusto o comodidad.
Por otra parte Manuelita ignora las penalidades de la vida del claustro. En uno de los cuadernitos azules donde solía escribir, detalla algunas experiencias de aquellos años. La descripción de los trabajos diarios que realiza dejan entre ver lo difícil que le resulta desempeñar faenas tan superiores a sus fuerzas: Todo mi postulantado y noviciado me lo pasé en el lavadero y la plancha, derritiéndome de sudor en los fuertes veranos de Los Ángeles, California; empezaba mi tarea a las 9:00 A.M. para terminar a las 12:00; y volverla a reanudar a la 1:00 P.M. para terminar a las 6 o 7 de la tarde. Hasta 21 trajes de hombre arreglo en la semana; varios de ellos tengo que lavar, ¡y cómo se ponen pesadísimos! Para planchar estos trajes lavados, necesito de toda la gracia de Dios, porque, en ocasiones, me vienen impulsos de dejarlo todo.
Al trabajo de lavado y planchado -actividades que según confiesa le repugnaban- se le añade la obligación de atender el refectorio. Además de arreglarlo muy temprano, también debe servir los alimentos a las horas de las comidas. La mayoría de las veces, cuando después de haber atendido las mesas por fin se sentaba a comer, llegaban otras hermanas que venían de la adoración y había que levantarse a servirles con prontitud. El comer apresuradamente y no reposar los alimentos le provocaban con frecuencia un dolor agudo en el estómago, que se le quitaba hasta después de la cena. Después de todo esto, no era de extrañar que al llegar por fin, el momento de hacer su adoración en capilla, Manuelita llegaba sin aliento, con un cuerpo resquebrajado y a punto de desplomarse. En esos momentos ya lo único que se le ocurre repetir ante el Santísimo una y otra vez, es: ¡Bendito seas Señor por todo!
Aunado a todo esto, su ilusión de adorar a Jesús expuesto en la Sagrada Eucaristía diariamente, se esfuma cuando se entera que, salvo contadas excepciones, tampoco en los Estados Unidos les será permitido hacerlo, debido a disposiciones de la cancillería mexicana.
Cuántas veces había escuchado comentarios que la lastimaban, respecto a lo que sucedía dentro de los conventos de vida contemplativa. La gente imaginaba que las religiosas se pasaban todo el día, holgando comiendo. Si algo la había impresionado de la vida de Santa Teresita, era precisamente la intención pura de sobrenaturalizar y ofrecer a Dios cada minuto de su trabajo, por más sencillo o penoso que fuera. Al igual que la santita de Lissieux, Manuelita ofrece todo por la fecundidad de las misiones. En ese entonces ya empieza a sentir deseos de ser misionera con la oración.
Pero para la joven religiosa hay también días de aridez espiritual, en los que se ve acosada por pensamientos obscuros: de pronto parece embargarla una angustiosa soledad que le invita a correr con los suyos. Le entran unos deseos enormes de abrazar a sus padres, de decirles cuánto los ama; sufre ansiedad por ver a sus queridas hermanas de sangre a su lado y conversar con ellas de sus juegos de niñas, de las travesuras a las nanas, y de los correteos por la playa. En esos momentos se siente vulnerable y débil para resistirse ante todo eso que amenaza su perseverancia. No obstante, de estas fuertes luchas, sale siempre airosa. En 1943 deja por escrito lo siguiente respecto a aquellos años: con ese trabajo pesado, abrumador, fatigoso, que me hacía sudar hasta derretir, podía comprar par ti, Jesús mío, innumerables almas; además, en medio del trabajo, mi conversación sólo era contigo, mi oración continua, mi unión tan íntima, como si hubiera estado recogida en la capilla. Por lo mismo, tanto en la oración, como en las ocupaciones manuales abrumadoras, a que yo no estaba acostumbrada, mi alma se unía a ti, de ti vivía, a ti se daba, y todo por medio de María.
El exilio como única alternativa, es acompañado de muchas incomodidades y carencias. En estas circunstancias, las religiosas se ven en la necesidad de realizar toda clase de trabajos para sobrevivir. Siendo una comunidad de vida contemplativa, tienen que dejar la clausura y salir a impartir catequesis, o bien trabajar en misiones populares en pequeñas comunidades cercanas a su monasterio.
Manuelita se va acostumbrando más pronto de lo que puede imaginar, a trabajar mucho y comer poco. Descubre que lavar y planchar son acciones que unidas a los méritos de la Pasión de Cristo, pueden ser una fuente valiosa que le permitirá comprar almas para el Redentor. De esta manera las humillaciones, las reprensiones, el hambre y el cansancio físico se convierten en “monedas” para comprar almas de infieles y paganos.
En sus primeros Ejercicios Espirituales, las meditaciones acerca de la pasión y muerte de Jesucristo le dejan una impresión tan fuerte que le provocan una crisis de llanto que alarma a la madre abadesa quien por más esfuerzos que hace, no logra calmarla. A partir de entonces Manuelita sabe que los sufrimientos de Jesús en el Calvario serán su punto débil. Cualquier obstáculo en su vida, por mínimo o poderos que sea, será convertido en oblación y se sumará a los méritos de la Redención.
El 8 de diciembre de 1929 recibe el hábito de las Clarisas e inicia su año de novicia. Su nombre de pila es cambiado al de Sor Francisca Teresa del Santísimo Sacramento. La nueva novicia se prepara diariamente en el conocimiento y dominio del latín y de las Sagradas Escrituras; pero sobre todo su principal deseo es estrechar lazos con Jesús Sacramentado en una comunicación cada vez más íntima y personal.
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