Por razones de trabajo, el licenciado Eustaquio Arias Arroniz y su esposa, se ven obligados cada cierto tiempo, a cambiar de lugar de residencia. Manuelita, como le llamaban cariñosamente, nace en Ixtlán del Río, Nayarit el 7 de julio de 1904; pero su niñez y adolescencia transcurren en otros lugares del este e la República Mexicana: Tepic, Guadalajara, Mazatlán y Colima.
2.- Se me dio nacer en una familia excepcional.
Los padres de Manuelita provienen de familias profundamente cristianas y ambos tratan con la misma preocupación, de formar a sus hijos de acuerdo a sólidas convicciones. Tanto ella como sus hermanas y el pequeño Eustaquio, estudian en colegios dirigidos y orientados por religiosas, y aunque allí se les inculca en el fervor a las devociones católicas, aprenden más del ejemplo de sus propios padres.
Don Eustaquio se convierte en una figura central para la formación de sus ocho hijos; pero es decisiva en la vida y vocación de Manuelita. Era un hombre de una esmerada educación proveniente de una familia considerada de abolengo. Había cursado la carrera de leyes con una trayectoria que lo lleva muy pronto a ser magistrado. Todos le conocen como un juez intachable. Ni el ambiente antirreligioso que predominaba, ni el ocupar puesto públicos, pueden disminuir en este hombre, su enorme fe y devoción cristiana. A todos sus hijos quiso añadirles el día de su bautismo el nombre de Jesús, pues Él era su modelo y guía.
Para Manuelita no representa nada extraordinario dedicar varias horas a la oración. Tanto ella como sus hermanos lo aprenden de su padre. Don Eustaquio, después de la cena, apenas terminada la sobremesa en la que comenta a su mujer los principales asuntos del día, se aísla del bullicio familiar para iniciar largas meditaciones. Por momentos su introspección lo lleva a caer de rodillas sin importarlo que los sirvientes lo miren con curiosidad.
A Manuelita desde muy pequeña le gusta observar a su padre. Por las noches lo ve dar vueltas por los corredores de la casa en una actitud de total recogimiento. En una ocasión, después de ver como eleva con frecuencia su rostro al cielo, le pregunta qué tanto hace. Él le contesta sonriendo: Platico con Dios; nos entendemos muy bien, de corazón a corazón. A lo largo de su vida ella tendría tiempo de comprobar que ese hombre al que tanto admiraba, mantendría hasta el final de su vida, esa fuerte y estrecha relación divina.
La caridad es una práctica cotidiana en el hogar de los Arias y tanto las niñas como el pequeño Eustaquio aprenden antes de saber leer, a ser generosos y sensibles a las necesidades de los demás. La educación en aquellos años era muy rígida y en la mayoría de los casos, los niños aprendían a costa de duros castigos. Manuelita y sus hermanos disfrutan, por el contrario, de un padre juguetón, lleno de jovialidad, que los tiene embelesados y los hace felices: “Jamás nos dirigió una palabra áspera, ni siquiera “tonta”. Cuando tenía que corregirnos, lo hacía por la convicción y con palabras llenas de cariño y de fuerza” – escribió en su Diario, la misionera clarisa.
Doña María Espinoza, por su parte, se entrega en alma y cuerpo a su esposo y a sus hijos. Los acontecimientos dolorosos que la vida le presentaría, habrían de sacar a flote una fortaleza y valor admirables, nacidos de su inquebrantable fe cristiana. La religiosa al referirse a ella evocaría a la mujer fuete del evangelio.
En la memoria de Manuelita quedaban grabados sólo bellos recuerdos de sus padres. El secreto de la efectiva educación que heredan tanto ella como sus hermanos, resulta del ya muy conocido, pero difícil proceso de educar coherentemente a través de la palabra y el ejemplo. De ese conjunto de muchas hermanas y un varón, todos diferentes en su forma de ser, cualquiera podía suponer que la niña que más tarde elige recluirse en un convento de clausura, toma tal decisión por reunir en sí misma, el perfil de una persona de carácter taciturno o introvertido. Para sorpresa de todos, la pequeña Manuela es quizá demasiado vivaz y traviesa. La cercanía, por orden de nacimiento, con su único hermano, la hace compartir con él juegos de acción y secundarle en algunas correrías intrépidas. Destaca sobre todo en esta futura misionera, su espontaneidad y alegría por un lado, y por otro, su forma de ser decidida y tenaz.
Doña María pone un especial interés en formar a una niña de estas características. No debieron ser pocas las veces en que Manuelita tiene que ser reprendida por su madre para aprender bien la lección. Cierta vez la niña quiso acompañar a su nana al mercado. Al regresar de hacer las compras, la señora Arias se da cuenta de que su hija muerde una manzana que no ha sido comprada. La pequeña, sin entender todavía lo que significa llevarse algo sin pagar su precio, simplemente la había tomado del puesto donde se exhibía. Su madre la obliga a que la nana la lleve de nuevo al mercado y que sea la niña misma quien confiese al vendedor lo que ha hecho, para después pagar la fruta. En cuestiones de rectitud, su madre le enseñaría, que de ninguna manera había que ser condescendiente.
Al terminar la educación primaria en Guadalajara, Manuelita estudia la carrera de comercio en Tepic, Nayarit. Prono la adolescencia la convierte en una muchacha bonita, inquieta y soñadora, como a la mayoría de su edad. Sin rebasar nunca sus sólidos principios morales y religiosos, ella disfruta de paseos y fiestas en compañía de amigas, hermanos y primos. Los esposos Arias no pretenden, como en muchos otros hogares, mantener a sus hijas alejadas del mundo, pues confían plenamente en que sabrán conducirse con sano juicio y sensatez.
La joven manuelita muestra a los quince años excelentes dotes naturales. Con especial cariño se involucra en la educación de sus hermanas pequeñas, María Teresa y Carmelita. No sólo dedica tiempo para jugar con ellas, también ejerce gran ascendencia sobre la motivación de sus estudios y su apego a las devociones cristianas. Cuando su hermana mayor, María, muestra interés en fundar una academia comercial para señoritas, Manuelita es la primera que se interesa en ayudarla en todo lo necesario. Eran entonces evidentes ya, las señales que manifestaban en ella una clara inclinación hacia el servicio y las relaciones humanas.
La alegría de Manuelita, no obstante, exaspera a algunas personas. Un día, uno de sus primos le confiesa haberse esforzado por hacerla enojar. Después de mucho intentarlo se convence de que es casi imposible. En otra ocasión, cuando laboraba en un Bando, después de una jornada de excesivo trabajo, una compañera malhumorada le grita que su mal humor aumenta sólo de verla a ella tan contenta. Este tipo de situaciones preocupa mucho a esta joven que, en el fondo, lucha todos los días y con todas sus fuerzas contra un carácter fuerte que intenta dominarla; el sólo imaginar que éste pudiera desatarse a rienda suelta, la horroriza.
La familia Arias tiene costumbre de oír misa diaria y Manuelita encuentra en la Eucaristía y en su devoción a la Virgen María, fuertes aliadas con quienes combatir su lucha interna.
A los dieciocho años parece tener quince. Los pretendientes empiezan a rondarla y a ella le gusta lucir y ser atendida. En especial un joven alemán la pretende formalmente y vidita con frecuencia su casa. La joven, adivinando sus serias intenciones, cada vez que el supuesto novio intenta hablar de matrimonio, se las ingenia para desviar la conversación y olvidar el asunto. Una de sus hermanas tiene que fungir como intermediaria para escuchar la petición del aspirante; pero es desencantado inmediatamente pues ella asegura que Manuelita está muy lejos de pensar en casarse.
Los padres de Manuelita provienen de familias profundamente cristianas y ambos tratan con la misma preocupación, de formar a sus hijos de acuerdo a sólidas convicciones. Tanto ella como sus hermanas y el pequeño Eustaquio, estudian en colegios dirigidos y orientados por religiosas, y aunque allí se les inculca en el fervor a las devociones católicas, aprenden más del ejemplo de sus propios padres.
Don Eustaquio se convierte en una figura central para la formación de sus ocho hijos; pero es decisiva en la vida y vocación de Manuelita. Era un hombre de una esmerada educación proveniente de una familia considerada de abolengo. Había cursado la carrera de leyes con una trayectoria que lo lleva muy pronto a ser magistrado. Todos le conocen como un juez intachable. Ni el ambiente antirreligioso que predominaba, ni el ocupar puesto públicos, pueden disminuir en este hombre, su enorme fe y devoción cristiana. A todos sus hijos quiso añadirles el día de su bautismo el nombre de Jesús, pues Él era su modelo y guía.
Para Manuelita no representa nada extraordinario dedicar varias horas a la oración. Tanto ella como sus hermanos lo aprenden de su padre. Don Eustaquio, después de la cena, apenas terminada la sobremesa en la que comenta a su mujer los principales asuntos del día, se aísla del bullicio familiar para iniciar largas meditaciones. Por momentos su introspección lo lleva a caer de rodillas sin importarlo que los sirvientes lo miren con curiosidad.
A Manuelita desde muy pequeña le gusta observar a su padre. Por las noches lo ve dar vueltas por los corredores de la casa en una actitud de total recogimiento. En una ocasión, después de ver como eleva con frecuencia su rostro al cielo, le pregunta qué tanto hace. Él le contesta sonriendo: Platico con Dios; nos entendemos muy bien, de corazón a corazón. A lo largo de su vida ella tendría tiempo de comprobar que ese hombre al que tanto admiraba, mantendría hasta el final de su vida, esa fuerte y estrecha relación divina.
La caridad es una práctica cotidiana en el hogar de los Arias y tanto las niñas como el pequeño Eustaquio aprenden antes de saber leer, a ser generosos y sensibles a las necesidades de los demás. La educación en aquellos años era muy rígida y en la mayoría de los casos, los niños aprendían a costa de duros castigos. Manuelita y sus hermanos disfrutan, por el contrario, de un padre juguetón, lleno de jovialidad, que los tiene embelesados y los hace felices: “Jamás nos dirigió una palabra áspera, ni siquiera “tonta”. Cuando tenía que corregirnos, lo hacía por la convicción y con palabras llenas de cariño y de fuerza” – escribió en su Diario, la misionera clarisa.
Doña María Espinoza, por su parte, se entrega en alma y cuerpo a su esposo y a sus hijos. Los acontecimientos dolorosos que la vida le presentaría, habrían de sacar a flote una fortaleza y valor admirables, nacidos de su inquebrantable fe cristiana. La religiosa al referirse a ella evocaría a la mujer fuete del evangelio.
En la memoria de Manuelita quedaban grabados sólo bellos recuerdos de sus padres. El secreto de la efectiva educación que heredan tanto ella como sus hermanos, resulta del ya muy conocido, pero difícil proceso de educar coherentemente a través de la palabra y el ejemplo. De ese conjunto de muchas hermanas y un varón, todos diferentes en su forma de ser, cualquiera podía suponer que la niña que más tarde elige recluirse en un convento de clausura, toma tal decisión por reunir en sí misma, el perfil de una persona de carácter taciturno o introvertido. Para sorpresa de todos, la pequeña Manuela es quizá demasiado vivaz y traviesa. La cercanía, por orden de nacimiento, con su único hermano, la hace compartir con él juegos de acción y secundarle en algunas correrías intrépidas. Destaca sobre todo en esta futura misionera, su espontaneidad y alegría por un lado, y por otro, su forma de ser decidida y tenaz.
Doña María pone un especial interés en formar a una niña de estas características. No debieron ser pocas las veces en que Manuelita tiene que ser reprendida por su madre para aprender bien la lección. Cierta vez la niña quiso acompañar a su nana al mercado. Al regresar de hacer las compras, la señora Arias se da cuenta de que su hija muerde una manzana que no ha sido comprada. La pequeña, sin entender todavía lo que significa llevarse algo sin pagar su precio, simplemente la había tomado del puesto donde se exhibía. Su madre la obliga a que la nana la lleve de nuevo al mercado y que sea la niña misma quien confiese al vendedor lo que ha hecho, para después pagar la fruta. En cuestiones de rectitud, su madre le enseñaría, que de ninguna manera había que ser condescendiente.
Al terminar la educación primaria en Guadalajara, Manuelita estudia la carrera de comercio en Tepic, Nayarit. Prono la adolescencia la convierte en una muchacha bonita, inquieta y soñadora, como a la mayoría de su edad. Sin rebasar nunca sus sólidos principios morales y religiosos, ella disfruta de paseos y fiestas en compañía de amigas, hermanos y primos. Los esposos Arias no pretenden, como en muchos otros hogares, mantener a sus hijas alejadas del mundo, pues confían plenamente en que sabrán conducirse con sano juicio y sensatez.
La joven manuelita muestra a los quince años excelentes dotes naturales. Con especial cariño se involucra en la educación de sus hermanas pequeñas, María Teresa y Carmelita. No sólo dedica tiempo para jugar con ellas, también ejerce gran ascendencia sobre la motivación de sus estudios y su apego a las devociones cristianas. Cuando su hermana mayor, María, muestra interés en fundar una academia comercial para señoritas, Manuelita es la primera que se interesa en ayudarla en todo lo necesario. Eran entonces evidentes ya, las señales que manifestaban en ella una clara inclinación hacia el servicio y las relaciones humanas.
La alegría de Manuelita, no obstante, exaspera a algunas personas. Un día, uno de sus primos le confiesa haberse esforzado por hacerla enojar. Después de mucho intentarlo se convence de que es casi imposible. En otra ocasión, cuando laboraba en un Bando, después de una jornada de excesivo trabajo, una compañera malhumorada le grita que su mal humor aumenta sólo de verla a ella tan contenta. Este tipo de situaciones preocupa mucho a esta joven que, en el fondo, lucha todos los días y con todas sus fuerzas contra un carácter fuerte que intenta dominarla; el sólo imaginar que éste pudiera desatarse a rienda suelta, la horroriza.
La familia Arias tiene costumbre de oír misa diaria y Manuelita encuentra en la Eucaristía y en su devoción a la Virgen María, fuertes aliadas con quienes combatir su lucha interna.
A los dieciocho años parece tener quince. Los pretendientes empiezan a rondarla y a ella le gusta lucir y ser atendida. En especial un joven alemán la pretende formalmente y vidita con frecuencia su casa. La joven, adivinando sus serias intenciones, cada vez que el supuesto novio intenta hablar de matrimonio, se las ingenia para desviar la conversación y olvidar el asunto. Una de sus hermanas tiene que fungir como intermediaria para escuchar la petición del aspirante; pero es desencantado inmediatamente pues ella asegura que Manuelita está muy lejos de pensar en casarse.
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