Fue un hombre incansable en la oración, se acogió a los brazos de María Santísima durante toda su vida: “Totus Tuus” le dirá a cada instante. Su escudo pontificio es la prueba de su amor confiado a nuestra Madre. Nos regaló nuevos misterios en el “Compendio del Evangelio” como llamó al Santo Rosario. Su corazón permaneció en diálogo con su Redentor, al que proclamó durante toda su vida como el único camino de Salvación y promulgó en su último año de vida Año de la Eucaristía.
Dio continuidad y cumplimiento fielmente a todas las directrices del Concilio, y en varias ocasiones, incluyendo su testamento, recordó ser uno de aquellos Padres conciliares que participaron de la luz del Espíritu Santo y el de haber estado en él desde el principio al fin.
Dijo del Concilio Vaticano II “fue una verdadera profecía para la vida de la Iglesia: y seguirá siéndolo durante muchos años del tercer milenio”. En 1992, aprobó el Catecismo de la Iglesia Católica al que llamó El fruto maduro del Concilio.
Escribió y escribió, páginas y páginas de doctrina, de mensajes de fe, en sus Encíclicas, Exhortaciones, cartas, discursos, catequesis, alocuciones, oraciones etc. etc. Dice un Arzobispo: «Nos dejó la despensa bien repleta para alimentarnos por muchos años».
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